Sociólogo, antropólogo, filósofo y director científico del Instituto de Estudios Políticos de París, Bruno Latour es un intelectual con una mirada ácida y provocadora de la sociedad, la globalización y el medio ambiente.
Por Miguel Mora
¿Ha servido para algo el activismo ecológico? ¿Han forjado los verdes una política común? ¿Escuchan los políticos a los científicos cuando alertan sobre el cambio climático? ¿Puede la Tierra soportar más agresiones? El sociólogo, antropólogo y filósofo francés Bruno Latour (nacido en Beaune, 1947) lleva más de 20 años reflexionando sobre estos asuntos, y su pronóstico es desolador. A su juicio, la llegada de los ecologistas a la política ha sido un fracaso porque los verdes han renunciado al debate inteligente, los políticos se limitan a aplicar viejas recetas sin darse cuenta de que la revolución se ha producido ya y fue una catástrofe: ocurrió en 1947, cuando la población mundial superó el número que garantizaba el acceso a los recursos. Según Latour, es urgente poner en marcha una nueva forma de hacer ecología política, basada en una constitución que comprometa a gobernantes, científicos y ciudadanos a garantizar el futuro de la Tierra. Esta idea es una de las propuestas de su libro Políticas de la naturaleza. Por una democracia de las ciencias, publicado en Francia en 1999 y que ahora edita en español RBA.
Latour, aire de sabio despistado, recibe a El País Semanal en su caótico y enorme despacho del Instituto de Estudios Políticos de París, del que es director científico y director adjunto desde 2007.
PREGUNTA: Este libro se publicó en Francia hace ya 14 años. ¿Sigue suscribiendo lo que escribió?
RESPUESTA: Casi todo, sí. Pero las cosas no han mejorado. He seguido trabajando en lo mismo, pero con otro tono. Hoy debo ser el único que se ocupa de estas cuestiones, de una filosofía política que exige una verdadera política ecologista. Lo que no ha funcionado es que pensé que iba a ser un libro fundador para los ecologistas. ¡ha sido un fracaso total! Los ecologistas han desaparecido.
En Francia al menos hay verdes en el Gobierno.
Sí, pero tienen una visión muy estrecha de la ecología, no reflexionan ni sobre la economía ni sobre la sociedad. La ecología está limitada a las cuestiones de la naturaleza, cuando en realidad no tiene nada que ver con eso. Hay que elegir entre naturaleza y política. Desgraciadamente, se ha intentado hacer una política ecologista que no ha producido nada bueno porque se ha basado en la lucha tradicional, que tenía como objetivo torpedear la política o, mejor, someterla; en cierto modo, los verdes actúan como un tribunal que trata de definir una especie de soberanía.
¿De superioridad moral o natural?
Sí, pero sobre todo de estupidez. Evidentemente, el tomar la naturaleza como un fin no han hecho más que debilitar la posición de los ecologistas, que nunca han sido capaces de hacer política; en fin, auténtica política en el sentido de la tradición socialista, en la que se hubieran debido inspirar. No han hecho el trabajo que el socialismo primero, el marxismo después y luego la socialdemocracia hicieron. No ha habido, para nada, un trabajo de invención intelectual, de exploración; han preferido el escaparate. Puede que no hubiera otra solución, pues no estaba escrito que la ecología se fuera a convertir en un partido.
¿Entonces el ecologismo es hoy una especie de activismo sin conexión científica?
Ha habido movimientos interesantes gracias a una casuística muy concreta, importante en lo que concierne a los animales, las plantas, los dientes de los elefantes, el agua, los ríos, etcétera. Han mostrado además gran energía en las cuestiones locales, pero sin afrontar las cuestiones de la política, de la vida en común. Por eso el ecologismo sigue siendo marginal, justo en un momento en que las cuestiones ecológicas se han convertido en un asunto de todos. Y se da una paradoja: la ecología se ocupa de temas minúsculos relacionados con la naturaleza y la sociedad mientras que la cuestión de la Tierra, la presencia de la Tierra en la política, se hace cada vez más apremiante. Esa urgencia, que ya era acuciante hace 10 o 15 años, lo es mucho más ahora.
¿Quizá ha faltado formar una Internacional Verde?
No se ha hecho porque los ecologistas pensaban que la Tierra iba a unificar todos estos movimientos. Han surgido un montón de redes, basadas en casos concretos, como Greenpeace. Hay asociaciones, pero nada a nivel político. La internacional sigue siendo la geopolítica clásica de los Estados nación. No ha habido reflexión sobre la nueva situación. Existe una ecología profunda, deep ecology, en Francia prácticamente inexistente, que ha tenido un papel importante en Alemania, en los países escandinavos y en Norteamérica. Pero está muy poco politizada.
Estamos ante un fracaso político y ante una mayor conciencia de los científicos. ¿Y los ciudadanos?
Paradójicamente, esa dolorosa pelea sobre el clima nos ha permitido progresar. En cierto modo, la querella ha tenido un papel importante en una comprensión renovada por parte del público, de la realidad científica. El problema es que intentamos insertar las cuestiones ecológicas en el viejo modelo ciencia y política. Desde este punto de vista, incluso los científicos más avanzados siguen intentando poner estas cuestiones dentro del marco de esa situación superada que intento criticar. Este es el tema del libro, y en ese sentido sigue de actualidad.
En Francia hay una identificación entre ecologismo y territorio. José Bové, por ejemplo, es un proteccionista a ultranza. Es rara esta evolución de la ecología hacia el nacionalismo, ¿no?
Sí, pero al mismo tiempo es útil e interesante replantearse lo que es el territorio, el terruño, por usar la palabra antioqueña. Los ecologistas siempre se han mostrado indecisos sobre el carácter progresista o reaccionario de su apego a la tierra, porque la expresión puede significar cosas muy distintas. Pero es importante, porque es una de las dimensiones de la cuestión ecológica, tanto de la progresista como de la arcaica. Ese era uno de los objetivos fundamentales del libro, saber si hemos sido realmente modernos alguna vez. Hay aspectos regresivos en el apego al terruño, y a la vez hay otros muy importantes sobre la definición de los límites, de los entornos en los cuales vivimos, que son decisivos para el porvenir. Una vez más, los verdes han omitido trabajar esa cuestión. Pero el problema de la orientación, de la diferencia entre el apego reaccionario o progresista a la tierra, es fundamental. Si vemos movimientos como Slow Food, nos preguntamos si están adelantados o retrasados, porque tienen aspectos regresivos. Pero si se piensa en el tema de los circuitos de distribución, ¿por qué las lasañas inglesas tendrían que estar hechas con caballo rumano y transitar por 25 intermediarios? No es una tontería: si tomamos caballo francés, rumano o turco, las cuestiones de pertenencia y de límites se convierten en cuestiones progresistas.
Su libro llama a superar los esquemas de izquierda y derecha. Pero no parece que eso haya cambiado mucho.
El debate afronta un gran problema. Hay una inversión de las relaciones entre el marco geográfico y la política: el marco ha cambiado mucho más que la política. Las grandes negociaciones internacionales manifiestan esa inercia de la organización económica, legal y política, mientras que el marco, lo que antes llamábamos la Tierra, la geografía, cambia a velocidad asombrosa. Esa mutación es difícil de comprender por la gente acostumbrada a la historia de antes, en la cual había humanos que se peleaban, como en el siglo XX: hombres haciéndose la guerra dentro de un marco geográfico estable desde la última glaciación. Es una razón demasiado filosófica. Así que preferimos pensar que tenemos tiempo, que todo está en su sitio, que la economía es así, que el derecho internacional es así, etcétera. Pero incluso los términos para señalar las aceleraciones rápidas han cambiado, volcándose hacia la naturaleza y los glaciares. El tiempo que vivimos es el del antropoceno, y las cosas ya no son como antes. Lo que ha cambiado desde que escribí el libro es que en aquel momento no teníamos la noción del antropoceno. Fue una invención muy útil de Crutzen, un climatólogo, pero no existía entonces, me habría ayudado mucho.
¿Y qué fue de su propuesta de aprobar una constitución ecológica?
Intenté construir una asociación de parlamentarios y lanzar una constitución para que las cuestiones de la energía empezaran a ser tratadas de otro modo. Intentaba abrir un debate, que naturalmente no ha tenido lugar. El debate sobre la Constitución empezó bien, se consideró una gran invención de la democracia europea. El problema es que ya no se trata de la cuestión de la representación de los humanos, sino que ese debate atañe a los innumerables seres que viven en la Tierra. Me parecía necesario en aquel momento, y ahora más incluso, hacer un debate constitucional. ¿Cómo sería un Parlamento dedicado a la política ecológica? Tendrá que crearse, pero no reflexionamos lo suficiente sobre las cuestiones de fondo.
¿Las grandes conferencias medioambientales resuelven algo?
El problema es que la geopolítica organizada en torno a una nación, con sus propios intereses y nivel de agregación, está mal adaptada a las cuestiones ecológicas, que son transnacionales. Todo el mundo sabe eso, los avances no pueden plasmarse ya a base de mapas, no jugamos en territorios clásicos. Así, desde Copenhague 2009 hay una desafección por las grandes cumbres, no solo porque no se consigue decidir nada, sino también porque nos damos cuenta de que el nivel de decisión y agregación política no es el correcto. De hecho, las ciudades, las regiones, las naciones, las provincias, toman a menudo más iniciativas que los Estados.
Francia es uno de los países más nuclearizados del mundo. Los ecologistas braman. ¿Le parece bien?
Los ecologistas se han obstinado en la cuestión nuclear, pero nadie ha venido a explicarnos por qué lo nuclear es antiecológico, mientras mucha gente seria considera que el átomo es una de las soluciones, a largo plazo no, pero a corto plazo sí. De nuevo estamos ante la ausencia total de reflexión política por parte de los ecologistas, que militan contra la nuclear sin explicar por qué. Por consiguiente, no hemos avanzado un centímetro. De hecho, en este momento hay un gran debate público sobre la transición energética, y los verdes siguen siendo incapaces de comprender nada, incluso de discutir, porque han moralizado la cuestión nuclear. Cuando se hace ética, no hay que hacer política, hay que hacer religión.
¿Está realmente en cuestión la supervivencia de la especie?
La especie humana se las apañará. Nadie piensa que vaya a desaparecer, ¿pero la civilización? No se sabe lo que es una Tierra a seis u ocho grados, no lo hemos conocido. Hay que remontarse centenares de millones de años. El problema no se abordaba con la misma urgencia cuando escribí el libro en 1999, se hablaba aún de las generaciones futuras. Ahora hablamos de nuestros hijos. No hay una sola empresa que haga un cálculo más allá de 2050, es el horizonte más corto que ha habido nunca. La mutación de la historia es increíblemente rápida. Ahora se trata de acontecimientos naturales, mucho más rápidos que los humanos. Es inimaginable para la gente formada en el siglo XX, una novedad total.
¿Es la globalización? ¿O más que eso?
Tiene relación con la globalización, pero no por la extensión de las conexiones entre los humanos. Se trata de la llegada de un mundo desagradable que impide la globalización real: es un conflicto entre globos. Nos hemos globalizado, y eso resulta tranquilizador porque todo está conectado y hace de la Tierra un planeta pequeño. Pero que un gran pueblo sea aplastado al chocar con otra cosa tranquiliza menos.
¿Y el malestar que sentimos, la indignación, tiene que ver con ese miedo?
Ese catastrofismo siempre ha existido; siempre ha habido momentos de apocalipsis, de literatura de la catástrofe; pero al mismo tiempo existe un sentimiento nuevo: no se trata del apocalipsis de los humanos, sino del final de los recursos, en un sentido, creo, literal.
¿Nos hemos zampado el planeta?
La gente que analiza el antropoceno dibuja esquemas de este tipo (muestra un famoso gráfico de población y recursos). Esto se llama “la gran aceleración”, ocurrió en 1947. La revolución ya ha tenido lugar, y es una de las causas de esa nueva ansiedad. La gente sigue hablando de la revolución, desesperándose porque no llega, pero ya está aquí. Es un acontecimiento pasado y de consecuencias catastróficas. Eso también nubla la mente de progresistas y reaccionarios. ¿Qué significa vivir en una época en la cual la revolución ha ocurrido ya y cuyos resultados son catastróficos?
¿No querrá decir que la austeridad es la solución?
Ya existe el concepto del decrecimiento feliz, no sé si lo tienen en España. ¡Sí! Ustedes están muy adelantados sobre decrecimiento.
Estamos en plena vanguardia, pero del infeliz.
Es uno de los grandes temas del momento, la crisis económica es decrecimiento no deseado, desigualmente repartido; y hay algo más: austeridad no es necesariamente la palabra, sino ascetismo. Sería la visión religiosa, o espiritual, de la austeridad. Eso se mezcla con las nuevas visiones geológicas de los límites que debemos imponernos?
¿Habla del regreso al campo o de reconstruir el planeta?
No me refiero a volver al campo, sino a otra Tierra.
¿La tecnología es la única brújula?
La tecnología se encuentra en esa misma situación. Existe una solución muy importante de la geoingeniería, que considera que la situación es reversible, que se pueden recrear artificialmente unas condiciones favorables tras haberlas destruido sin saberlo. Así ha surgido un inmenso movimiento de geoingeniería en todas partes. Ya que es la energía de la Tierra, podemos mandar naves espaciales, modificar la acidez de las aguas del mar, etcétera. Hacer algo que contrarreste lo que se hizo mal. Si hemos podido modificar la Tierra, podemos modificarla en el otro sentido, lo que es un argumento peligroso, porque la podemos destrozar por segunda vez.
¿No se regenerará sola?
Sí, ¡pero sin humanos! Se regenerará sola mientras no haya humanos. Puede deshacerse de nosotros, es una de las hipótesis, volviéndose invivible, pero eso no sería muy positivo. La era de los límites puede llegar hasta la extinción.
¿Acabaremos fatal?
La historia no está repleta de ejemplos favorables. No se sabe. No hay nada en la naturaleza humana que favorezca la reflexión, por lo cual la solución solo puede ser mala.
Algunos temen que acabaremos devorados por los chinos.
Los chinos tienen más problemas que nosotros y corren el peligro de comerse a sí mismos por el suelo, el agua y el aire. No nos amenazan, desaparecerán antes que nosotros.
Se dice que nuestros problemas provienen de la mediocridad intelectual de Alemania y Francia, que esa es la razón principal de la decadencia actual. ¿Qué piensa?
Es una estupidez. Ocurren muchas más cosas intelectualmente en Europa que en EE UU., infinitamente más. Por ejemplo, en arte, en filosofía, en ciencias, en urbanismo. Es insensato decir cosas así, pero es que es un viejo cretino, una especie de cosa de extrema izquierda, fruto del agotamiento de la extrema izquierda, de su decadencia final, de la cual es el síntoma. Por otra parte, es un chico muy majo. La extrema izquierda se ha equivocado tanto sobre el mundo que al final todos estos viejos de extrema izquierda no tienen otra cosa que hacer salvo vomitar sobre el mundo, como hace Alain Badiou en Francia.
¿Prefiere a Marine Le Pen?
No soy político, no puedo responder a esta pregunta, no me interesa.
¿No le gusta hablar de política?
Sí hablo de política, he escrito un libro sobre política, ¡que yo sepa!, Las políticas de la naturaleza.
¿No le interesa la política de todos los días?
La de todos los días sí, pero no la de los partidos, son agitaciones superficiales, sobre todo en Francia, donde ya no hay verdaderamente política.
Critica a la extrema izquierda, ¿y nada a la extrema derecha?
Se agita, intenta agarrarse a un clavo ardiendo, pero no tiene mucha importancia. No es ahí donde las cosas están en juego.
¿Cree que es residual?
No, no es residual, puede desarrollarse y provocar daños, tanto como la extrema izquierda; el no pensar siempre provoca daños, pero no es eso lo que va a solucionar los problemas de la Tierra, la economía, las ciudades, el transporte y la tecnología.
¿Qué escenario prevé para 2050? ¿Qué Tierra, qué humanidad?
Ese no es mi trabajo, mi trabajo consiste en prepararnos para las guerras. Las guerras ecológicas van a ser muy importantes y tenemos que preparar nuestros ejércitos de un modo intelectual y humano. Ese es mi trabajo.
¿Habrá guerras violentas por el clima?
La definición misma de guerra va a cambiar, estamos en una situación en la cual no podemos ganar contra la Tierra, es una guerra asimétrica: si ganamos, perdemos, y si perdemos, ganamos. Así pues, esta situación crea obligaciones a multitud de gente y antes que nada a los intelectuales.
¿La batalla principal es esa?
Si no tenemos mundo, no podemos hacer gran cosa, ni siquiera la revolución. Cuando se lee a Marx, uno se queda impresionado por lo que dice sobre los humanos. En esta época, la cuestión de la ciencia y del margen geográfico, más la presencia de miles de millones de personas, conforma un escenario crucial. Antes teníamos otros problemas, pero este no.
¿Así que se trata de ser o no ser?
En cada informe científico, las previsiones son peores, el plan más pesimista siempre aparece. Hay que tener en cuenta eso. Son previsiones extremas, pero de momento son las únicas válidas. No se trata de una guerra mundial, sino de una acumulación de guerras mundiales. Es parecido al invierno nuclear de la guerra fría, una situación de cataclismo, pero con algunas ventajas: es más radical, pero más lento, tenemos mucha capacidad de invención, 9.000 millones de personas y muchas mentes inteligentes. Pero también es un reto. Por tanto, es una cuestión de alta política y no de naturaleza. La política viene primero.
¿Tiene la sensación de estar solo?
Lo que era complicado en este libro era crear el vínculo entre ciencia y política, y no puedo decir que haya convencido a mucha gente. Si además se hace el vínculo entre la religión y las artes, es más difícil. Gente como Sloterdijk sería muy capaz de comprenderlo. Sin embargo, muchos intelectuales siguen en el siglo XX. Permanecen en un contexto, en un ideal revolucionario, de decepción. Están decepcionados con los humanos.
¿Cree que los humanos se dejarán ayudar?
Primero hay que ayudar a la Tierra. En el antropoceno ya no se puede hacer la distinción entre los humanos y la Tierra.
¿Y sus estudiantes están listos para la lucha?
En mi escuela soy el único en dar clases sobre cuestiones donde no entra la política en el sentido clásico. Hay un curso o dos sobre cuestiones ecológicas. Es culpa mía, no he trabajado lo suficiente como para cambiar las cosas. Llevamos mucho retraso.
El antropólogo iconoclasta
Bruno Latour nació en la Borgoña, donde surgen los vinos más caros del planeta. Su padre era viticultor. De ahí sus peculiares análisis sobre el terruño y la tradición. Cursó Antropología y Sociología. Su formación es tan variopinta como los centros donde ha impartido clase, desde la Escuela de Minas de París hasta la London School of Economics y la cátedra de Historia de Harvard.
Escritor incansable, es autor de una treintena de libros de ensayo, todos los últimos editados por Harvard, por los que circulan la tierra, la sociedad, la guerra, la energía, la ciencia, la tecnología, la modernidad y los medios de comunicación.
Su último proyecto está conectado con el llamado medialab, un espacio donde desarrollar conexiones entre las tecnologías digitales, la sociología y los estudios científicos.