¿Qué es el mandato?

Giorgio Agamben.  Che cos'è il comando?  ¿Qué es el mandato?

© 2013, Edizioni Nottetempo sri   © 2013, Éditions Payot & Rivages pour la traduction française

La presente traducción hace parte de la temática de frontera que será estudiada ( Laurent de Sutter) a partir de marzo en los martes del pensamiento francés. El lugar será  la Alianza Francesa y acompaña el profesor Luis Alfonso Paláu.

Arqueología del Mandato

Buscaré aquí simplemente presentar la reseña de una investigación en curso y que concierne la arqueología del mandato.  En efecto, la idea directriz de mis reflexiones es que la arqueología constituye la única vía de acceso al presente.  Como lo escribió Michel Foucault, la pesquisa histórica no es sino la sombra que la interrogación girada hacia el presente proyecta sobre el pasado.  Es buscando comprender el presente que los hombres —al menos nosotros los europeos— se encuentran obligados a cuestionar el pasado. Y he precisado “nosotros los europeos” porque me parece que admitiendo que la palabra Europa tenga un sentido, este no podría ser como se lo ve claramente hoy, ni político, ni religioso, ni mucho menos económico, sino que consiste quizás en que el hombre europeo —a diferencia, por ejemplo, de los asiáticos y de los norteamericanos, para los que la historia y el pasado tienen una significación completamente diferente—, sólo puede acceder a su verdad por medio de una confrontación con el pasado, que arreglando sus cuentas con su propia historia.

Sin embargo al comienzo de esta investigación me di cuenta muy rápidamente que debía hacer frente a dos dificultades preliminares que no habían sido tenidas en cuenta.  La primera era que el enunciado mismo de mi estudio —la arqueología del mandato— contenía algo como una aporía o una contradicción. La arqueología es la búsqueda de una archè, de un origen, pero el término griego archè tiene dos sentidos: significa tanto “origen”, “principio”, como “mandato”, “orden”.  Por ejemplo el verbo archò significa “comenzar”, “ser el primero en hacer algo”, pero quiere decir también “mandar”, “ser el jefe”.  Y pienso que no ignoran que el arconte, que en sentido literal significa “el que comienza”, detentaba en Atenas la magistratura suprema.

En nuestras lenguas, esta homonimia o, más bien, esta polisemia, es un hecho tan común que a no nos sorprende encontrar en nuestros diccionarios, bajo un mismo artículo, una serie de significaciones aparentemente muy alejadas las unas de las otras, y que los lingüistas se esfuerzan luego por acomodar a una misma etimología.  Yo creo que este doble movimiento de diseminación y de reunificación semántica es consustancial a nuestras lenguas, y que es solamente gracias a este gesto contradictorio, que una palabra puede tomar plenamente su sentido. En todo caso, en lo concerniente a nuestro término archè, seguramente que no es difícil comprender que de la idea de un origen deriva la de un mandato, que del hecho de ser el primero en hacer algo resulta el hecho de ser el jefe; y a la inversa, que el que comanda sea el primero, resulta que en el origen existe un mandato.

Y esto es precisamente lo que leemos en la Biblia.  En la traducción griega dada por el rabino de Alejandría en el siglo IIIº antes de Xto., el libro del Génesis abre con la frase: “En archè, en el comienzo, Dios creó el cielo y la tierra”, pero —como lo leemos precisamente luego— los creó por medio de un mandato, es decir un imperativo (genèthètò): “Y Dios dijo: que sea la luz”.  Lo mismo ocurre en el Evangelio de Juan: “En archè, en el comienzo, era el Logos, el Verbo”; ahora bien, una palabra que se encuentra en el comienzo, antes de cualquier otra cosa, no puede ser sino un mandato.  Pienso que una traducción más correcta de este célebre incipit podría ser no “En el comienzo era el Verbo” sino “En el mandato” —es decir bajo la forma de una orden— “estaba el Verbo”.  Si esta traducción hubiese prevalecido, cantidades de cosas serían más claras, no solamente en teología, sino también y sobre todo en política.


Origen y Mandato

Me gustaría llamar la atención sobre un hecho que ciertamente no se debe al azar; en nuestra cultura, el archè, el origen, es ya siempre el mandato, el comienzo es también siempre el principio que gobierna y que comanda.  Es quizás a favor de una consciencia irónica de esta coincidencia que el término griego archòs significa tanto el mandato como el ano; el espíritu de la lengua, que le encanta bromear, transforma en juego de palabras el teorema según el cual el origen debe ser también “fundamento” y principio de gobierno.  En nuestra cultura, el prestigio del origen deriva de esta homonimia estructural; el origen es lo que comanda y gobierna no solamente el nacimiento, sino también el crecimiento, el desarrollo, la circulación o la transmisión —en una palabra: la historia— aquello a lo que ella le dio origen.  Que se trate de un ser, de una idea, de un saber o de una práctica, en todos los casos el comienzo no es un simple exordio que desaparece en lo que sigue; por el contrario, el origen nunca cesa de comenzar, es decir de ordenar y de gobernar lo que él ha hecho advenir al ser.

Esto se verifica en la teología, donde Dios no solamente creó el mundo, sino que lo gobierna y no deja de gobernarlo por medio de una creación continua, porque si no lo hiciera, el mundo iría hacia su aniquilación.  Pero esto se verifica también en la tradición filosófica y en las ciencias humanas donde existe un vínculo constitutivo entre el origen de una cosa y su historia, entre lo que funda y comienza y lo que guía y gobierna.

Piénsese, en este sentido, en la función decisiva que ocupa el concepto de Anfang, “comienzo”, en el pensamiento de Heidegger.  El comienzo no podría aquí nunca volverse un pasado, nunca deja de estar presente, pues determina y comanda la historia del ser.  A favor de una de esas figuras etimológicas que tanto quiere, Heidegger reporta el término alemán que significa “historia” (Geschichte), al verbo schicken, que significa “enviar”, y al término Geschick, que significa “destino”, sugiriendo así que lo que llamamos una época histórica es en realidad algo que ha sido emitido y enviado por un archè, por un comienzo que permanece oculto y que sin embargo sigue operando en lo que envió y mandó (comandar, si podemos también permitirnos jugar con la etimología, viene de mandar, en latín mandare, que significa tanto “enviar” como “impartir una orden o confiar un encargo”).

Archè en el sentido de origen y archè en el sentido de mandato coincide aquí perfectamente, e incluso es esta relación íntima entre el comienzo y el mandato la que define la concepción heideggeriana de la historia del ser.

Me gustaría aquí mencionar solamente el hecho de que el problema de la relación entre origen y mandato ha suscitado en el pensamiento post-heideggeriano dos desarrollos interesantes.  El primero —que podríamos caracterizar como la interpretación anárquica de Heidegger— es el bello libro de Reiner Schürmann, el Principio de anarquía (1982) que es una tentativa por separar origen y mandato, para acceder a algo como un origen puro, una simple “venida a la presencia” separada de todo orden.  El segundo —que no sería ilegítimo definir como la interpretación democrática de Heidegger— es la tentativa simétricamente opuesta conducida por Jacques Derrida para neutralizar el origen con el fin de acceder a un imperativo puro, sin otro contenido que el mandamiento: “¡Interpreta!”.

(Siempre me ha parecido más interesante la anarquía que la democracia, pero es evidente que cada uno es libre de pensar como lo quiera).

En todo caso, creo que Uds. pueden ahora comprender sin ninguna dificultad a qué me refería cuando evocaba las aporías a las que debe enfrentarse una arqueología del mandato.  No hay archè para el mandato, pues es el mandamiento mismo el que es la archè, o que al menos está en el lugar del origen.


Dar Órdenes

La segunda dificultad que he tenido que afrontar residía en la ausencia casi total de una reflexión sobre el mandato en la tradición filosófica.  Ha habido, y todavía hay, investigaciones sobre la obediencia, sobre las razones por las que los hombres obedecen, como el magnífico Discurso sobre la servidumbre voluntaria de Etienne de La Boétie; pero nada o casi nada sobre el presupuesto necesario de la obediencia, es decir el mandamiento y las razones por las que los hombres dan órdenes.  Por mi parte, tengo la convicción de que el poder no se define solamente por su capacidad de hacerse obedecer, sino sobre todo por su capacidad para mandar. Un poder no se cae cuando no se le obedece más o más completamente, sino cuando deja de dar órdenes.

En una de las más bellas novelas del siglo XX, el Estandarte de Alexander Lernet-Holenia, vemos al ejército multinacional del Imperio austro-húngaro en momentos en los que, hacia fines de la Primera Guerra mundial, comienza a desmoronarse.  Un regimiento húngaro se niega de repente a obedecer la orden de marchar lanzada por el comandante austríaco. Este, anonadada por semejante rebelión inesperada, hesita, consulta a los otros oficiales, no sabe qué hacer y está casi al borde de abandonar el mandato cuando termina por encontrar un regimiento de otra nacionalidad, que obedece aún a sus órdenes y abre fuego sobre los amotinados.  Cada vez que un poder está a punto de descomponerse, mientras que alguien esté dando órdenes, siempre se encontrará también a alguien —así sea una sola persona— para obedecerlo; un poder solo deja de existir cuando renuncia a dar órdenes. Fue lo que ocurrió en Alemania en el momento de la caída del muro, y en Italia luego del 8 de septiembre de 1943; la obediencia no había desaparecido, era el mandamiento el desaparecido.

Por esto la urgencia y la necesidad de una arqueología del mandato, de una investigación que cuestione no solamente las razones de la obediencia, sino también y sobre todo del mandato.

Puesto que la filosofía no me parecía proveer ninguna definición de mandato, decidí comenzar por un análisis de su forma lingüística.  ¿Qué es una orden desde el punto de vista de la lengua? ¿Cuál es su gramática y cuál su lógica?

Aquí la tradición filosófica me aportó un elemento decisivo: la división fundamental entre los enunciados lingüísticos establecida por Aristóteles en un pasaje del Peri hermèneias, división que, excluyendo un cierto número de ellas de la consideración filosófica, se revelaba ser el origen de la insuficiente atención que la lógica occidental le ha concedido al mandato.  “No todo discurso (escribe Aristóteles en De Interpretatione, 17a1 ss) es apofántico; solo es un tal discurso aquel del que es posible decir lo verdadero y lo falso [alètheuein è pseudesthai].  Esto no ocurre con todos los discursos; por ejemplo, la oración es un discurso [logos], pero no es ni verdadero ni falsto.  No nos vamos a ocupar pues de esos otros discursos, pues su estudio tiene pues que ver con la retórica y con la poética; solo el discurso apofántico será objeto del presente estudio”.

Aristóteles parece aquí haber mentido, pues si abrimos su tratado sobre la poética, descubrimos que extrañamente ha repetido la exclusión de la oración, y la ha extendido a un vasto conjunto de discursos no apofánticos en los que está comprendido también el mandato: “El conocimiento de las figuras del discurso [schèmata tès lèxeòs] tiene que ver con el arte del actor [hypokritikès] y del especialista que posee un tal arte; es por ejemplo saber qué es una orden [entolè], lo que es una oración, un relato, una amenaza, una pregunta, una respuesta y todo lo que además puede existir de este mismo género.  Que un poeta conozca o ignore esto, no se le puede hacer por ello ninguna crítica digna de consideración. ¿Quién podría reprocharle a Homero —como lo ha hecho Protágoras— de haber cometido una falta porque en lugar de dirigirle una súplica le dio una orden cuando le dijo: “Canta, diosa, canta la cólera…”?  Según él, en efecto, invitar a hacer o a no hacer una cosa, es dar una orden. También dejemos esto de lado como teniendo que ver con otro arte y no con la poética” (Poética, 1456 b 9-25).

Consideremos esta gran cesura que parte, según Aristóteles, el campo del lenguaje y, al mismo tiempo, excluye de él una parte de la competencia profesional de los filósofos.  Hay un discurso, un logos, que Aristóteles llama “apofántico” porque es capaz de manifestar (tal es la significación del verbo apophainò) si una cosa existe o no, lo que implica necesariamente que sea verdadero o falso.  Pero existe además otro discurso, otro logos —como el rezo, el mandamiento, la amenaza, la narración, la pregunta y la respuesta (a los que podríamos añadir, la exclamación, el saludo, el consejo, la maldición, la blasfemia, etc.)— que no es apofántica, que no manifiesta el ser o el no-ser de algo y es, por consiguiente, indiferente a la verdad y a la falsedad.

La decisión de Aristóteles de excluir de la filosofía el discurso no-apofántico marcó la historia de la lógica occidental.  Durante siglos, la lógica, es decir la reflexión sobre el lenguaje, se ha concentrado solamente en el análisis de las proposiciones apofánticas, que pueden ser verdaderas o falsas, y ha dejado de lado, como un territorio impracticable, esa parte considerable de la lengua de la que sin embargo nos servimos cada día, ese discurso no apofántico que no puede ser ni verdadero ni falso y que, como tal —cuando no era simple y llanamente ignorado— es abandonado a la competencia de los retóricos, de los moralistas y de los teólogos.

En cuanto al mandato, que es una parte esencial de esta terra incognita, nos limitamos a explicarla —en caso de que se lo tenga que mencionar— como un acto de voluntad y, como tal, limitado al dominio de la jurisprudencia y de la moral.  De este modo, en sus Elements of Law Natural and Politic, un pensador tan poco convencional como Hobbes define la orden como the expression of appetite and will <la expresión del apetito y de la voluntad>.

La Lógica

Fue sólo en el siglo XX que los lógicos comenzaron a interesarse en lo que ellos llamarían “lenguaje prescriptivo”, es decir en el discurso expresado en modo imperativo.  Si no me detengo en este capítulo de la historia de la lógica (que ya ha producido una muy vasta literatura) es porque aquí el problema parece ser solamente el evitar las aporías implícitas ligadas al mandato, transformando un discurso en imperativo en un discurso en indicativo.  Por el contrario, mi problema era precisamente el de definir el imperativo como tal.

Tratemos ahora de comprender lo que ocurre cuando se produce un discurso no apofántico bajo forma de un imperativo, como por ejemplo: “¡Camina!”  Para comprender la significación de una tal orden, será útil compararla con el mismo verbo en la tercera persona del indicativo: “él camina” o “Carlos camina”.  Esta última proposición es apofántica en el sentido aristotélico, pues ella puede ser verdadera (si Carlos efectivamente está caminando) o falsa (si Carlos está sentado).  Sin embargo, en cada caso, ella se refiere a algo en el mundo, manifiesta el ser o el no-ser de alguna cosa.

Y a la inversa, aunque morfológicamente idéntica a la expresión verbal en el indicativo, la orden “¡Camina!” no manifiesta el ser o el no-ser de algo, no describe ni niega un estado de cosas y, sin ser falsa por tanto, no se refiere a nada que exista en el mundo.  Conviene evitar con cuidado el equívoco según el cual la significación del imperativo consistiría en el acto de su ejecución. La orden dada por el oficial a sus soldados se realiza por el solo hecho de ser proferida; que sea obedecida o ignorada no niega en ningún caso su validez.

Debemos pues admitir sin reserva que nada, en el mundo tal cual es, corresponde al imperativo.  Es por esta razón que los juristas y los moralistas repiten hasta la saciedad que el imperativo no implica un ser, sino un deber-ser, distinción que la lengua alemana expresa claramente por la oposición entre Sein y Sollen, que Kant colocó en el fundamento de su ética y Kelsen en la base de su teoría pura del derecho.  Este escribe: “Cuando un hombre expresa por un acto cualquiera la voluntad de que otro se conduzca de cierta manera […] no se puede analizar la significación de su acto enunciando que el otro se conducirá de tal manera; lo que hay que enunciar es que el otro debe [soll] conducirse de esa forma”.

Pero ¿podemos verdaderamente pretender haber comprendido, gracias a esta distinción entre ser y deber ser, el sentido del imperativo “¡Camina!”?  ¿Es posible definir la semántica del imperativo?

Lo Imperativo

Desafortunadamente la ciencia del lenguaje no nos es aquí de ninguna ayuda porque los lingüistas confiesan que se encuentran en aprietos cada vez que se trata de describir el sentido de un imperativo.  Mencionaría sin embargo las observaciones de dos de los más grandes lingüistas del siglo XX, Antoine Meillet & Émile Benveniste.

Meillet, que subraya la identidad morfológica entre las formas del verbo en el indicativo y el imperativo, observa que en las lenguas indo-europeas el imperativo coincide ordinariamente con el tema del verbo y de ello saca la consecuencia de que el imperativo podría se algo así como la “forma esencial del verbo”.  No sabemos claramente si “esencial” significa también “primitivo”, pero la idea de que el imperativo podría ser la forma originaria del verbo no parece tan lejana.

Benveniste, en un artículo en el que critica la concepción formulada por Austin del mandato como performativo (pronto tendremos la ocasión de regresar sobre la cuestión del performativo), escribe que el imperativo “no es denotativo y no busca comunicar un contenido, sino que se caracteriza como pragmático y busca actuar sobre el oyente, notificarle un comportamiento”; propiamente hablando no es un tiempo verbal sino que es más bien “el semantema desnudo empleado como forma yusiva con una entonación específica”.

Busquemos desarrollar esta definición tan lacónica como enigmática.  El imperativo es el “semantema desnudo”, es decir: en tanto que tal, algo que expresa la pura relación ontológica entre el lenguaje y el mundo.  Sin embargo este semantema desnudo se emplea de forma no denotativa; o dicho de otro modo: no se refiere a un elemento concreto del mundo o a un estado de cosas, sino que sirve más bien para notificarle algo a quien lo recibe.  ¿Qué es lo que intima el imperativo? Es evidente que el imperativo “¡Camina!” en tanto que “semantema desnudo” no intima nada distinto de él mismo, es simplemente el semantema desnudo “caminar” empleado no para comunicar algo o describir la relación con un estado de cosas, sino bajo la forma de un mandato.  Estamos en efecto en presencia de un lenguaje significante, pero no denotativo, que se intima él mismo, es decir: notifica la pura conexión semántica entre el lenguaje y el mundo. La relación ontológica entre el lenguaje y el mundo no está afirmada aquí, como en el discurso apofántico, sino mandada.  Sin embargo, se trata aún de una ontología, excepto que ésta no tiene la forma del “es”, sino la del “¡que sea!”, que ella no describe una relación entre el lenguaje y el mundo sino lo mandado y lo prescrito.

Dos Ontologias: Máquina Bipolar

Podemos ahora sugerir la siguiente hipótesis, que es sin duda el resultado esencial de mi investigación, al menos en la fase en la que se encuentra actualmente.  Hay en la cultura occidental dos ontologías, distintas y sin embargo no desprovistas de relaciones: la primera, la ontología de la aserción apofántica, se expresa esencialmente en el indicativo; la segunda, la ontología del mandato, se expresa esencialmente en el imperativo.  Podríamos llamar a la primera “ontología del esti” (la tercera persona del singular del indicativo del verbo ser, en griego), la segunda “ontología del estò” (la forma correspondiente del imperativo).  En el poema de Parménides, que inaugura la metafísica occidental, la proposición ontológica fundamental tiene la forma: Esti gar einai, “Existe en efecto ser”; debemos imaginar, al lado de ella, otra proposición que inaugure una ontología diferente: Estò gar einai, “Qué sea en efecto el ser”.

A esta repartición lingüística le corresponde la partición de lo real en dos esferas correlacionadas pero, distintas; la primera ontología define y rige el campo de la filosofía y de la ciencia, la segunda el del derecho, de la religión y de la magia.

Derecho, religión y magia —que en el origen como Uds. saben no es nada fácil distinguir— constituyen en efecto una esfera donde el lenguaje está siempre en imperativo.  Creo incluso que una buena definición de la religión sería aquella que la caracterizaría como la tentativa de construir un universo entero sobre el fundamento de un mandamiento.  No es solamente Dios quien se expresa en imperativo, bajo la forma del mandato, sino también curiosamente los hombres, los que se dirigen a Dios de esta manera. Tanto en el mundo clásico como en el judaísmo y el cristianismo, las súplicas están siempre formuladas en imperativo: “Danos hoy nuestro pan de cada día…”

En la historia de la cultura occidental, las dos ontologías no cesan de separarse y de cruzarse, combatirse sin tregua, encontrándose y reuniéndose con la misma obstinación.  La construcción en el curso de los siglos del imponente edificio de la dogmática, puede ser vista en esta perspectiva como la tentativa de traducir la ontología del mandato en los términos de una ontología de la aserción, a reserva de que luego la proposición dogmática que de ello resulta se convierta enseguida en un mandato.

Esto significa que la ontología occidental es en realidad una máquina doble o bipolar, en la que el polo del mandamiento que, durante siglos, en la época clásica, permaneció a la sombra de la ontología apofántica, comienza a partir de la era cristiana a adquirir una importancia siempre más decisiva.

Ontologias del Mandato

Para comprender la eficacia particular que define la ontología del mandato, me gustaría invitarles a regresar al problema del performativo, que está en el centro del célebre libro de Austin aparecido en 1962, How To Do Things With Words.  En esa obra, el mandato se coloca en la categoría de los performativos, o speech acts, es decir entre esos enunciados que no describen un estado de cosas externo sino que, por su simple enunciación producen como un hecho lo que significan.  El que pronuncia un juramento, por el simple hecho de decir: “lo juro” efectúa el hecho del juramento.

¿Cómo funciona un performativo?  ¿Qué es lo que les confiere a las palabras el poder de transformarse en hecho?  Los lingüistas no lo explican como si efectivamente tocasen aquí una suerte de poder mágico de la lengua.

Yo creo que el problema se aclara si regresamos a nuestra hipótesis de la doble máquina de la ontología occidental.  La distinción entre asertivo y performativo —o como también lo dicen los lingüistas entre acto locutivo y acto ilocutorio— corresponde a la doble estructura de la máquina: el performativo representa en el lenguaje la sobrevivencia de una época en la que la relación entre las palabras y las cosas no era apofántica, sino que tomaba más bien la forma de una orden.  Se podría decir igualmente que el performativo representa un cruce entre las dos ontologías, donde la ontología del estò suspende y reemplaza la ontología del esti.

Si consideramos la creciente fortuna de la categoría del performativo, no solamente entre los lingüistas, sino también entre los filósofos, los juristas y los teóricos de la literatura y del arte, está permitido sugerir la hipótesis de que la centralidad de este concepto corresponde en realidad a que, en las sociedades contemporáneas, la ontología del mandato está camino de suplantar progresivamente la ontología de la aserción.

Retorno de lo Reprimido, Mandato a uno Mismo

Para emplear el lenguaje del psicoanálisis, esto significa que en una especie de retorno de lo reprimido, la religión, la magia y el derecho —y con ellos todo el campo del discurso no apofántico hasta entonces relegado a la sombra— están manejando en realidad secretamente el funcionamiento de nuestras sociedades que se quieren laicas y seculares.

Creo incluso que se podría dar una buena descripción de las sociedades pretendidamente democráticas en las que vivimos, por medio de la simple constatación de que, en el seno de estas sociedades, la ontología del mandato ha tomado el sitio de la ontología de la aserción, no bajo la forma clara de un imperativo, sino bajo aquella más insidiosa del consejo, del aliciente, de la promesa, de la advertencia… impartidos a nombre de la seguridad, de suerte que la obediencia a una orden toma la forma de una cooperación y, frecuentemente, la de un mandato que se da a uno mismo.  No pienso aquí solamente en la esfera de la publicidad ni en las de las prescripciones seguritarias dadas bajo la forma de invitaciones, sino también en la esfera de los dispositivos tecnológicos. Estos dispositivos están definidos por el hecho de que el sujeto que los utiliza cree estarlos comandando (y en efecto el presiona teclas definidas como “comandos”), pero en realidad lo único que hace es obedecer a un mandamiento inscrito en la estructura misma del dispositivo. El ciudadano libre de las sociedades democrático-tecnológicas es un ser que obedece sin cesar en el gesto mismo por el que da una orden.

Yo les había dicho que iba a presentarles un informe de mi investigación en curso sobre la arqueología del control.  Pero esta reseña no estaría completa si no les hablase de otro concepto que no ha dejado de acompañar como una suerte de polizón, mi indagación sobre las órdenes.  Se trata de la voluntad. En la tradición filosófica, el mandamiento cuando se lo menciona se lo explica constantemente y sin falta como un “acto de voluntad”; sin embargo esto equivale —en la medida en que nunca nadie ha logrado definir lo que significaba “querer”— a pretender explicar, como se dice, un obscurum per obscurius, una cosa oscura por algo más oscuro aún.  Igualmente, en un cierto punto de mi investigación, me decidí a intentar seguir la sugerencia de Nietzsche, quien afirma (invirtiendo la explicación) que querer no es nada distinto de mandar.

Uno de los raros asuntos sobre los cuales los historiadores de la filosofía antigua parecen estar en perfecto acuerdo es en la ausencia del concepto de voluntad en el pensamiento griego clásico.  Este concepto, al menos en el sentido fundamental que reviste para nosotros, comienza a aparecer solamente con el estoicismo romano y encuentra su pleno desarrollo en la teología cristiana. Pero si se busca seguir el proceso que lleva a su formación, se observa que parece desarrollarse a partir de otro concepto que cumple en la filosofía griega una función tan importante, y a la que la voluntad permanecerá estrechamente ligada: es el concepto de potencia, de dynamis.

Potencia de la Voluntad

Creo incluso que no sería falso decir que, si la filosofía griega tenía en su centro la potencia y la posibilidad, la teología cristiana —y tras sus pasos la filosofía moderna— coloca en su centro la voluntad.  Si el hombre antiguo es un ser de potencia, un ser que puede, el hombre moderno es un ser de voluntad, un sujeto que quiere. En este sentido, el pasaje de la esfera de la potencia a la esfera de la voluntad marca el umbral entre el mundo antiguo y el mundo moderno.

Se podría expresarlo también diciendo que, con el comienzo de la época moderna, el verbo modal “querer” toma el lugar del verbo model “poder”.

Yo creo que vale la pena reflexionar sobre la función fundamental que los verbos modeles ocupan en nuestra cultura y especialmente en la filosofía.  Uds. saben que la filosofía se define como ciencia del ser, pero esto sólo es verdadero con la condición de precisar que el ser está siempre pensado aquí según sus modalidades, es decir que siempre está dividido y articulado en “posibilidad, contingencia, necesidad”, que el está en su dato, siempre ya marcado por un poder, un querer, un deber.  Sin embargo, los verbos modales tienen una curiosa particularidad; como lo decían los antiguos gramáticos, son “defectuosos de la cosa” (elleiponta to pragmati), están “vacíos” (kena) en el sentido en que, para alcanzar toda su significación deben estar seguidos de otro verbo en infinitivo, que los colme.  “Camino, escribo, como” no están vacíos; pero “puedo, quiero, debo” sólo pueden ser empleados si se acompañan con un verbo expreso o sobreentendido: puedo caminar, quiero escribir, debo comer.

Es verdaderamente singular que estos verbos vacíos sean tan importantes para la filosofía a tal punto que ella parece darse por labor llegar a comprender su significación.  Creo incluso que una buena definición de filosofía la caracterizaría como tentativa por captar el sentido de un verbo vacío, como si, en esta experiencia difícil, se jugara algo esencial, nuestra capacidad de hacernos la vida posible o imposible, y nuestros actos libres o sometidos a la necesidad.  Por esta razón, toda filosofía tiene su manera particular de conjugar o de separar estos verbos vacíos, de preferir uno o detestar otro, o a la inversa, de conectarlos e incluso de injertar el uno en el otro, como si quisiera, reflejando un vacío en el otro, darse la ilusión de haberlo colmado por una vez.

Esta intrincación toma en Kant una forma extrema cuando, buscando en la Metafísica de las costumbres la formulación más apropiada para su ética, deja escapar esta proposición delirante desde todo punto de vista: Man muss wollen können, “Uno debe poder querer”.

Quizás sea precisamente este entrelazamiento de los tres verbos modales el que defina el espacio de la modernidad y, al mismo tiempo, la imposibilidad de articular en él algo así como una ética.  Cuando escuchamos en la actualidad repetir tan a menudo la vana consigna: “¡lo puedo!”, Yes, we can! es probable que, en la demolición de toda experiencia ética que define nuestro tiempo, lo que un tal machaqueo delirante quiere hacernos entender sea más bien: “Yo debo querer poder”, es decir: “Me ordeno a mí mismo obedecer”.

Para mostrar lo que está en juego en el paso de la potencia a la voluntad, he escogido un ejemplo por medio del cual la estrategia en operación en la nueva declinación de los verbos modales que definen la modernidad se vuelven particularmente visibles.  Se trata por así decirlo del caso límite de la potencia, la manera cómo los teólogos se miden con el problema de la omnipotencia divina. Nadie ignora que la omnipotencia de Dios había recibido el estatus de un dogma: Credimus in unum Deum patrem omnipotentem, dice el comienzo del Credo en el que el concilio de Nicea fijó aquello a lo que la fe católica no podría ya renunciar.  Sin embargo, este axioma en apariencia tan tranquilizador tenía consecuencias inaceptables, por no decir escandalosas, que sumergían a los teólogos en la vergüenza y la confusión.  En efecto, si Dios puede todo, absoluta e incondicionalmente todo, de acá se sigue que podría hacer todo lo que no implique una imposibilidad lógica, por ejemplo no encarnarse en Jesús, sino en un gusano o —cosa aún más escandalosa— en una mujer, para no hablar de condenar a Pedro y salvar a Judas, o mentir y hacer el mal, o destruir toda su creación o —y esto es una cosa que yo no sé por qué parece indignar y, al mismo tiempo, excitar en exceso el espíritu de los teólogos— restituir su virginidad a una mujer desflorada (el tratado de Pierre Damien Sobre la omnipotencia divina está casi por entero consagrado a este tema).  O también —y hay acá una especie de humor teológico inconsciente— Dios podría realizar actos ridículos o gratuitos, como de repente ponerse a correr (o, podríamos añadir nosotros, utilizar una bicicleta para desplazarse de un lugar a otro).

La lista de las consecuencias escandalosas de la omnipotencia divina podría extenderse hasta el infinito.  La potencia divina tiene algo como una sombra o una vertiente oscura, en virtud de la cual Dios se vuelve capaz del mal, de lo irracional e incluso de lo ridículo.  En todo caso, entre el siglo XI y el XIV esta sombra no ha dejado de preocupar al espíritu de los teólogos y la cantidad de opúsculos, de tratados y de quaestiones consagradas a ese tema es lo más propicio para desanimar la paciencia de los investigadores.

¿De qué manera los teólogos buscan ponerle coto el escándalo de la omnipotencia divina y descartar su sombra que se ha vuelto decididamente demasiado estorbosa?  Siguiendo una estrategia filosófica que había tenido por gestor a Aristóteles, pero que la teología escolástica llevará al extremo, se trata de dividir la potencia, articulándola con la pareja potencia absoluta, potencia ordenada.  Incluso si la manera cómo la relación entre estos dos conceptos es argumentada, presenta matices diferentes en cada autor, el sentido global del dispositivo es el siguiente: de potentia absoluta, es decir para todo lo que tiene que ver con la potencia considerada en sí misma y, por así decirlo, en lo abstracto, Dios puede hacerlo todo, por muy escandaloso que aquello nos pueda parecer; pero de potentia ordinata, es decir según el orden y el mandato que él le ha impuesto a la potencia con su voluntad, Dios no puede hacer sino lo que ya decidió hacer.  Y Dios decidió encarnarse en Jesús y no en una mujer, salvar a Pedro y no a Judas, no destruir su creación y, sobre todo, no ponerse a correr sin razón.

El sentido y la función estratégica de este dispositivo son perfectamente claros; se trata de contener y de frenar la potencia, de ponerle un límite al caos y a la inmensidad de la potencia divina, que de otra manera haría imposible un gobierno ordenado del mundo.  La voluntad será el instrumento que por así decirlo pone desde adentro límite a la potencia. La potencia puede querer y, una vez que ha querido, debe actuar siguiendo su voluntad. Y como Dios, también el hombre, puede y debe querer, puede y debe encauzar y contener el abismo oscuro de su potencia.

La hipótesis de Nietzsche según la cual querer significa en realidad mandar se revela entonces correcta, y aquello a lo que la voluntad doblega no es otra cosa que la potencia.  Me gustaría entonces dejar la última palabra a un personaje de Melville que parece obstinadamente empecinarse en la encrucijada entre la voluntad y la potencia, Bartleby el escribiente que al hombre de ley que le pide: You will not? <¿No quiere?> no cesa de responderle, volteando la voluntad contra sí misma: I would prefer not to… <Preferiría no…>

tr. Luis Alfonso Paláu.  Envigado, co; Navidad de 2018.

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Historiador
colombiakrítica
Una alma insegura, una vida que se cree desvanecerse, una vida que se derrumba, una vida en proceso de demolición. ¿Qué pasa cuándo los nervios se apoderan de todo el cuerpo a un punto tal que su paralización es inevitable, a un punto en el que se siente una quietud obligada? Moverse es un imposible porque a dónde mires te acechan constantes amenazas que quieren aplastarte, que quieren aniquilarte. ¿Qué cosa es esa, qué nombre recibe aquello que anula cualquier posibilidad de decisión, por más mínima que ella sea se vuelve un lío que acentúa el sufrimiento, un dolor hondo, tan hondo que cualquier intento de su eliminación es tarea fracasada? ¿Somos hojas al viento viejeras a su capricho determinista sin espacio decisorio para nuestro yo? Y todo esto es algo muy próximo o muy parecido a la definición que dio el escritor Fizgerald en la cual sentenció con dureza que la vida es un proceso en demolición, esta frase como pocas retumba en nuestras cabezas. Esta frase vincula nuestro mundo interior con el exterior, o en palabras de Senett es la corrosión del carácter, es esa inestabilidad que sufre la personalidad de un alguien pero que no está encerrada en su propio cuerpo o si se quiere un yo que tienen en cuenta sus propias determinaciones o mucho mejor que está configurado por su mundo exterior. Suele decirse para explicar o justificar la vida de algún personaje que fue hijo de su tiempo, queriendo decir con ello que su pensamiento pertenece a la sociedad de la cual hizo parte.


Por eso la tríada freudiana habla de tres configuraciones del bípedo humano: el Yo equivalente a mi Consciencia; el Super Yo que es mi sentido moral o ético, mis valores más altos y nobles hacia todo aquello que me rodea; y por último el Ello o mis deseos inconfesables, aquello que quiero ser pero no me lo puedo permitir, aquello en lo que puedo ser pero de manera desdoblada bajo ciertos efectos de psicodelia si se quiere pero que luego al volver el mundo real sobreviene el arrepentimiento, insumo o material para ir al confesor que preste o alquile su oreja, bien sea cura o psicoanalista.



Por eso en esta reflexión en voz alta, la fórmula del suicidio que estimamos tan soberana como tan respetable por aquello de que en  su intimidad la vida es de cada quién, pero esta vez queremos echar mano, y en consecuencia con el desarrollo propuesto, echamos mano decimos, de la interpretación de que uno nunca se suicida, uno nunca se mata así mismo, uno más bien mata al otro que hay en uno, que se ha adentrado en nuestras vidas, se han alojado en nuestro cuerpo, lo han tomado al punto de asfixiarnos y producir la intolerancia de ese poco Yo que intenta resistirse, por eso se dice que uno mata es al otro que hay en uno, ese otro intruso que hay en Mí.


Un Yo que se bate contra lo estatuido, contra lo reglado, contra las convenciones, o al menos eso intenta. Por eso la siguiente anotación: cualquier deseo es anárquico, recordemos lo festivo, el espíritu festivo es el que rompe cualquier regla y hace que devenga el caos, lo irreglado, por eso la fiesta no es fiesta cuando no se alcanza a romper los códigos, la norma que nos mantiene rígidos. Una fiesta, por ejemplo, con el jefe involucrado y no desmitificado es un fracaso. Miren que en las fiestas se quiebran las figuras que simbolizan la norma, las leyes, el orden establecido… en algunas fiestas el rey hecho muñeco es quemado con el festejo de todos.

Pensamientos en voz alta por no decir imprudentes o prematuros, tan sólo eso fue en lo que se quiso discurrir arando de nuevo sobre la fragilidad del ser, no es otra, no fue otra la pretensión.


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Y ¿cómo festejan Uds.?

Y ¿cómo festejan Uds.?

Jefe de rédaction

Déc. 2018 / Jan. 2019

Recorrido de este dossier

☛ ¡Todas las culturas humanas, todo los grupos sociales hacen sus fiestas!  A través del mundo y de las épocas, esos momentos de exaltación adoptan mil y un rostros.  Sin embargo es posible descubrir cinco ingredientes presenten en todo agazajo exitoso. Comenzamos pues este dossier intentando sacar a luz las «estructuras elementales de la festividad».
☛ ¿Prefiere Ud. la improvisación o las veladas organizadas, a la buena de Dios o las mundanidades?  Acá traemos un test para conocer mejor al festivo que duerme en Ud.
☛ Artista burlesco, raver impenitente, música cadenciosa, aventurera de los partys o creadora de los nuevos salones de conversación; porque han hecho de la fiesta un modo de vida, nuestros cinco testigos entregan una bella materia para que la piense nuestro filósofo noctámbulo Michaël Fœssel.
☛ En otraparte, es decir por fuera del espacio occidental, las fiestas tienen otros envites sociales y metafísicos; por ejemplo el antropólogo Steven Feld nos permite descubrir el gisalo de los Bosavi, su colega Mary Picone, la fiesta de los hombres desnudos <Hadaka Masuri> de Okayama, Japón, y Clara Biermann, la salida de los tambores en Uruguay.
ARTÍCULO
Las estructuras elementales de la festividad

Pumm, champagne, ¡qué comience la fiesta!  ¿Imagina Ud. que es una ocupación frívola? No, para nada, es el momento en que Ud. puede liberarse de sus limitantes y explorar nuevos horizontes filosóficos.  ¡Sin olvidar reírse!!

«La exuberancia es belleza», escribe el poeta británico William Blake en el Matrimonio del cielo y del infierno (1790).  Una fórmula digna de iluminar nuestras fiestas.  En efecto, piénsese en las Saturnales de los romanos, o en el carnaval de Río, o en los picnics bajo los cerezos en flor en el Japón, o en la Pessah del judaísmo, en la Saint-Patrick de los irlandeses o en las fiestas de los pueblitos españoles, en el corrobori de los aborigènes de Australia, o en el baño de las reliquias reales de los sakalava de Madagascar, o en las recepciones mundanas del fauburg de Saint-Germain tan queridas por Marcel Proust, o en las veladas intercambistas descritas por Michel Houellebecq, o en los bailes de candil o en las techno partys… la fiesta se nos presenta como un universal: la encontramos en todas las épocas, en todos los lugares, atraviesa culturas y medios, calienta a los dominantes como a los dominados.  Es un hecho antropológico inevitable. Cada grupo humano tiene sus celebraciones, sus momentos de exuberancia y de loco despilfarro. Con esta extravagancia: una fiesta bien lograda debe ser una especie de boda del paraíso y del infierno, prodigar visiones luminosas de felicidad y atisbos de tinieblas, ofrecer cimas pero también vértigos.
Ante tanta universalidad, uno está tentado a tratar de abstraer las estructuras elementales de la festividad.  Para que haya fiesta, ¿habrá figuras inevitables que se requieran?  ¿Habrá ingredientes comunes a todos esos regocijos colectivos, más allá de sus aparentes diferencias?  Si la miramos de más cerca, la fiesta parece caracterizarse por la articulación de cinco elementos estructurales.

Elemento n° 1 / la temporalidad-agujero
Algunas fiestas son improvisadas, y a menudo son las más alegres; otras tienen su fecha precisa –como nochebuena, año viejo, la fiesta nacional o su cumpleaños.  Pero en los dos casos las fiestas cavan un hueco en el calendario. El tiempo convencional que miden nuestros relojes es a la vez lineal, continuo y homogéneo.  Hacer la fiesta es descubrir en una casilla de la agenda que uno creía banal, el acceso a un subterráneo, y descender a él. Una experiencia que condensa el magnífico título de una novela del británico Allan Sillitoe, Sábado por la noche, domingo por la mañana (1958) < http://www.elboomeran.com/upload/ficheros/obras/sabadonoche_domingomanana_boomeran2.pdf  >. En esa ¡se realiza una expedición!
De esta manera, el tiempo de la fiestá está roto, discontinuo, es heterogéneo con respecto al resto de la existencia.  Para hacer la fiesta, hay que dejar de preocuparse por el porvenir, sobre todo no pensar en el mañana. Pero también hacer tabla rasa del pasado; imposible llevar a ella consigo sus pesares y sus deseos de venganza.  El resentimiento tácito, el pasivo acumulado, hacen pesada a veces la noche vieja de familia, y se la tiran. Pues la fiesta nos exige entregarnos por entero a ella, ofrecernos a su presente que no fluye, que es estable.  Si por descuido, Ud. saca la cabeza por fuera del tiempo-hueco de la fiesta, si recupera la conciencia del tiempo social, se jodió, se lanzó por fuera de la nave de los locos. Cuando Ud. le echa una mirada al péndulo del bar, y Ud. dice: «recórcholis… ya las tres y cuarto de la mañana», la fiesta terminó para Ud.
El historiador de las religiones rumano Mircea Eliade subrayó claramente en Lo Sagrado y lo Profano (1956), esas propiedades específicas del tiempo de la fiesta: «podría decirse de él que no «transcurre», que no constituye una «duración» irreversible. Es un Tiempo ontológico por excelencia, «parmenídeo»: siempre igual a sí mismo, no cambia ni se agota.  En cada fiesta periódica se reencuentra el mismo Tiempo sagrado, el mismo que se había manifestado en la fiesta del año precedente o en la fiesta de hace un siglo: es el Tiempo creado y santificado por los dioses a raíz de sus gesta, que se reactualizan precisamente por la fiesta»  < https://antroporecursos.files.wordpress.com/2009/03/eliade-m-1957-lo-sagrado-y-lo-profano.pdf  >.
A los ojos de Eliade, el tiempo social –regular, previsible– es profano.  Pero el tiempo de la fiesta –irregular, imprevisible– pertenece a la dimensión de lo sagrado.  Se trata del tiempo original del que hablan los mitos, el que la fiesta reactiva. Incluso antes de la llegada de los dioses, según la Teogonía de Hesíodo, existía el caos.  Es este caos primitivo el que nos permite revisitar la fiesta.  Por esto ella está fuera de la Historia, ella nos transporta por así decirlo antes del tiempo humano.  Por eso también las verdaderas fiestas están a la vez espaciadas en el calendario (conservan así su carácter excepcional) y siempre son posibles, ellas se extraen de una fuente que podría secarse.

Elemento n° 2 / La ebriedad como medio
Existe cantidad de maneras de embriagarse: por medio de sustancias de venta libre –vino, cerveza, alcoholes fuertes, tabaco– o ilegales –cocaína, shit, ecstasys y drogas llamadas recreativas..  El transe a veces lo desata la danza y el canto.  O también, la ebriedad puede ser solamente sexual.  No importa; para hacer la fiesta se necesita encontrarse en un estado alterado de conciencia.  La especie de claridad fría y pragmática con la que consideramos ordinariamente las cosas, en ayunas, cede progresivamente su lugar a las alteraciones más o menos espectaculares del principio de realidad.  Los pensamientos pasan del gallo al asno, y son difractados por el libre juego de las sensaciones, de las emociones, de las pasiones. Sin embargo, la ebriedad no es la finalidad de la fiesta, ella es más bien el médium, el medio o también el catalizador.
En su obra culta Las Puertas de la perception (1954), el intelectual británico Aldous Huxley, gran explorador de los paraísos artificiales, destaca una función importante de los psicotropos: nos hacen salir de nuestro universo casa-fabricada.  Un concepto agradable que define así: «Mental y físicamente, el hombre es el habitante, durante la mayor parte de su vida, de un univeros puramente humano y, de alguna manera, “fabricado-sobre-medida”, cavado por él mismo en el inmenso y no-humano cosmos que lo rodea, y sin el cual ni ese universo, ni él mismo podrían existir.  Dentro de esta catacumba privada, edificamos para nosotros nuestro pequeño mundo». De hecho, esta tibia pecerita –la de la civilización técnica, de nuestras habitaciones cuidadosamente amobladas, de nuestros hábitos comportamentales y de nuestras rutinas de pensamiento– obedece poco o mucho a la misma lógica que el tiempo social.  Es convencional. Probablemente sea indispensable para nuestro bienestar. Pero se trata también de una simplificación, de una reducción más o menos deliberada del campo de experiencia. Estar sobrio es permanecer en ese universo doméstico debidamente balizado.  Embriagarse es abrir la puerta y mirar por fuera de casa.

Élemento n° 3 / la comunicación con otro mundo
Y precisamente, afuera ¿qué es lo que vemos?  ¡Otros mundos!  Esto es particularmente evidente en el caso de las fiestas religiosas, que se caracterizan en general por reactualizar un momento importante de la vida de un dios: las Saturnales celebraban un tiempo anterior a la fundación de Roma, en el que Saturno estaba afincado en el Lacio y gobernaba una comunidad que conoció una edad de oro; mientras que la Ascensión o la Asunción recuerdan los días en que, primero Jesús subió al cielo, y luego María fue asunta por los ángeles.  Es precisamente lo que subrayaba Mircea Eliade: en el tiempo de la fiesta se vuelven a revivir los gestos divinos, los que son reinyectados en la vida colectiva, sin nunca agotarse. Así es como Jesús renace todos los 25 de diciembre.
En otro orden de ideas, algunas fiestas menos religiosas que panteistas nos hacen abandonar el universo de “la tibia pecerita” para reanudar el contacto con las fuerzas cósmicas o las energías vitales presentes en la naturaleza.  En este sentido Friedrich Nietzsche, en su obra de juventud ardiente El Nacimiento de la tragedia (1872), interpreta las grandes celebraciones dionisíacas de la antigüedad, acompañadas de libaciones: «Bajo la magia de lo dionisíaco —escribe él: es decir del vino— no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos; también la naturaleza que luego de serle ajena, hostil, o haberle estado subyugada, celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre» <Librodot.com. p. 7>.  También en nuestros días, las fiestas de vendimia o igualmente las batallas de flores <del carnaval de Barranquilla> son vestigios de esos encuentros paganos con la tierra nutricia.
Pero otras fiestas buscan ponernos en contacto con el mundo de los muertos…  La fiesta de Navidad no es en cualquier momento. Ella está cerca del solsticio de invierno, la noche más larga del año <en el hemisferio norte>.  Con la invasión de las tinieblas, una amenaza se cierne sobre los vivientes; no solamente la luz podría muy bien desaparecer para siempre, sino que los muertos bien podrían atormentarnos.  En un artículo aparecido en Les Temps modernes en 1952, «el Suplicio de Papá Noel » <México: Fondo de cultura económica, 2014>, el antropólogo Claude Lévi-Strauss propuso una lectura decapante de la moda occidental, tan popular, que consiste en ofrecer regalos a los niños en la mañana de Navidad.  De hecho se trataría de ofrendas. Y los niños estarían ocupando en este rito el lugar de los muertos. ¿Acaso nuestros descendientes no son los recipiendarios de las almas de nuestros ancestros? Esta función de Noel es aún más clara, subraya Lévi-Strauss, en los países anglo-sajones, pues el ciclo allí se completa; en el momento del equinoccio de otoño, con la fiesta de Halloween, los niños disfrazados de muertos-vivientes vienen a reclamar a los adultos lo que se les debe, y este período inquietante del año marcado por el alargamiento de las noches, llega a su fin en Navidad; y en ese momento, los muertos son atiborrados de presentes, con el objetivo de convencerlos de desaparecer hasta el año siguiente, y dejar a la primavera, y por tanto a la vida, que regrese al mundo.

Elemento n° 4 / la redistribución política
Las fiestas tienen tradicionalmente por función en los planos social y político, hacer llevadera la relación entre los dominantes y los dominados, ya sea aboliéndola simbólicamente (como en esos carnavales en los que se quema la efigie de un rey de paja <o como en aquella san Joan en la que vimos cómo los jóvenes anarquistas de Poble sec en Barcelona, quemaban los reyes tamaño natural de la baraja española>; ya sea ridiculizándola (como en las cencerradas de la Edad Media en las que se infundía la zozobra en torno a un matrimonio juzgado escandaloso, y que amenazaba la institución familiar), para no mencionar el caso de su inversión (como en las Saturnales romanas, en las que amos y esclavos intercambiaban sus roles toda una semana <tal es el sentido del fantasearse brasileño en el carnaval…>).
Si es tan difícil hacer una fiesta de empresa bien lograda, si las fiestas de año viejo son tan lúgubres entre tías y compañeros de trabajo —incluso a la tercera copa de champaña ya nadie se atreve a hacer una broma— es porque no se logra hacer abstracción de las relaciones jerárquicas y del organigrama de la sociedad.  Uno no se zafa. Nos espiamos recíprocamente. Nada más melancólico en el fondo que una falsa fiesta, en la que posamos de estarnos divirtiendo mientras que tenemos que continuar manteniendo la compostura; es pura y simplemente un mercado de tontos, pues el tiempo de la fiesta promete la igualdad.
En un ensayo de 1991 (trad. de Guadalupe Sordo, revisada por Alguien) que se vuelve rápidamente la biblia del movimiento squats de artistas, pero también de los rave partys, TAZ. Zona temporalmente autónoma, el pensador anarquista norteamericano Hakim Bey analiza el fracaso de todos los movimientos revolucionarios, que sólo echan por tierra un poder para establecer otro, a veces más feroz.  A pesar de esta constatación desilusionada, Bey regresa a la primera fiebre del proceso revolucionario que él considera como esencialmente festiva: «la revuelta es "temporal". En ese sentido una revuelta es como una "experiencia límite", lo contrario del estándar de la conciencia y experiencia "ordinaria". Como las fiestas, las revueltas no pueden ocurrir todos los días —de otra forma no serían "extraordinarias"—  Pero tales momentos le dan forma y sentido a la totalidad de una vida.»  < https://lahaine.org/pensamiento/bey_taz.pdf  p. 2 >
Y anota Bey que, cuando el mapa del mundo se cerró en 1899 (año a partir del cual no existe ya una sola tierra sobre el planisferio que no pertenezca a algún Estado-nación) y cuando el enmallado de los poderes no puede sino reforzarse por efecto de la tecnología, se ha vuelto muy poco probable lograr crear una otraparte, una utopía pirata, una ciudad ideal donde igualdad y libertad sean efectivas.  ¿Pero habrá que renunciar entonces a estos ideales revolucionarios? No, porque sigue siendo posible formar zonas temporales de autonomía, de concretar experiencias de anarquía efímera. Y las fiestas hacen parte. «La esencia de la fiesta es el cara a cara, el grupo de humanos que pone en común sus esfuerzos para realizar sus deseos, se trate de comida y bebida, baile, conversación o el arte de vivir; puede que incluso para el placer erótico, o para crear obras de arte colectivas, o para atraer la pura circulación de la alegría. En síntesis, la «unión de los egoístas» -en el sentido de Stirner- o acaso -en términos ahora de Kropotkin- una base biológica que conduce al “apoyo mutuo”.»  [Max Stirner (1806-1856) & Pierre Kropotkine (1842-1921) son dos teóricos del anarquismo].

Elemento n° 5 / el(los) rey(es) de la fiesta
Sin embargo, un último elemento viene quizás a contrariar esta utopía de la fiesta como laboratorio igualitario; incluso en el tiempo desajustado de los regocijos, algunos toman el ascendiente.  Son los reyes de la fiesta, el sacerdote que conduce la misa, el chamán en el rito iniciático, el DJ en la discoteca, a menudo secundados por ofiantes, niños del coro o bailarines entrenados, que ocupan un sitio importante en la ceremonia y son los garantes de su éxito.
Ud. está invitado a una velada en casa de unos amigos; aquello remolonea un poco en torno al buffet, las conversaciones se arrastran… cuando, de repente, dos personas se ponen a bailar y modifican la atmósfera, ayudando a los otros a desarrugar el alma.  Son indispensables, pues sin ellos tal vez no se presente el jaleo. Habrán reconocido a un rey y a una reina de la fiesta.  Sin embargo, su soberanía es inclusiva y no por encima de nadie, transgresiva y no normativa.  Ayudan a los otros a entrar en transe, a echar por la borda los códigos sociales habituales.  Estas soberanías son frecuentemente espontáneas, y tanto más misteriosas, como si algunos manifestasen un don oculto.  <Un don de gentes>. Un poco como lo que ocurre en la playa un 1º de julio; uno se sorprende de encontrar allí bañistas ya bronceados, con cuerpos perfectamente esculpidos por el nado, el beach-volley y el kitesurf, como si el resto del año no hubiera existido para ellos y que no hubieran abandonado el borde del mar desde el verano anterior, continuando en la diversión, holgazaneando y practicando los deportes náuticos.  A propósito de los reyes de la fiesta, se tiene la misma impresión… de que sólo viven de fiesta en parranda, y uno se pregunta qué bricolan el resto de la semana.  Su existencia testimonia simplemente que, cualesquiera sean las reglas del juego que se propongan, por desajustadas que parezcan… siempre aparecen como por arte de magia jugadores más hábiles que el común de los mortales.  Pues tal es la plasticidad creativa de nuestra humanidad, tan admirable que uno no podría dejar de brindar por ello.
Tomado de: Philosophie Magazine nº 125.  Diciembre de 2018

Tr. por Luis Alfonso Paláu, Envigado, día de la Inmaculada Concepción, 2018.


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Brasil Régimen Postraumático


Por SAMUEL LACROIX


Vladimir Safatle. “Este nuevo régimen es post-traumático”

Mis en ligne le 28/11/2018 | Mis à jour le 28/11/2018

La elección de un presidente de extrema derecha, nostálgico de la dictadura, hunde al Brasil en lo desconocido.  Ahora bien, las causas de este voto son, según los análisis del filósofo brasileño Vladimir Safatle, más profundas de lo que se cree.

VLADIMIR SAFATLE

Profesor de filosofía de la Universidad de São Paulo, ha publicado numerosas obras en portugués y en francés, entre las cuales La Passion du négatif. Lacan et la dialectique (Vrin, 2010).  Tiene una crónica en al diarioa Folha de S.Paulo.

La victoria de un candidato como Jair Bolsonaro ¿es inédita en el mundo de hoy?

Vladimir Safatle: Complètement.  Brasil se vuelve así el laboratorio mundial donde se articulan el ultra-neoliberalismo y las tendencias autoritarias y fascistas.  Esto puede recordar la era Pinochet en Chile, pero la diferencia es que Bolsonaro ha sido elegido, contrariamente al dictador chileno.  Esto es algo completamente singular en América, y crea una presión nueva que vamos a descubrir. Por otra parte, en el mundo de hoy, son más bien los regímens antiliberales los que triunfan.  ¿Cómo fue que esta fórmula inédita llegó al poder? No por un proceso abierto y transparente, como es el caso en las democracias liberales, sino por una campaña oscura, cuyo despliegue nadie lo midió.  SE hizo principalmente por la mensajería WhatsApp con 50 millones de mensajes diarios enviados por el equipo de Bolsonaro. Muchos videos que fueron colgados fueron alterados, mezclaban por ejemplo manifestaciones feministas con imágenes de mujeres desnudas profanando objetos sagrados.  Estoy persuadido que este tipo de métodos, inaugurado en el Brasil, pronto será utilizado en otros países.



¿Por qué el recuerdo de la dictadura militar no fue un freno para el ascenso de Bolsonaro?

Al contrario de Argentina, del Uruguay o de Chile, no hubo trabajo de memoria en Brasil.  Ningún torturador fue llevado a prisión, nadie ha sido juzgado. Y esto es tanto más verdadero cuanto que Brasil conoció una forma muy específica de violencia, fundada en la desaparición de los opositores, de las tentativas de revuelta.  Pero también se ha hecho desaparecer la dictadura, se ha negado su existencia. Actores de la dictadura se han asociado con antiguos combatientes para gobernar. Se pensaba que era una manera hábil de superar el pasado. La sociedad brasileña estaba profundamente hendida.  Hubiera debido enfrentar esa división, haber tenido el coraje de pensar a partir de la division, con el fin de crear una nueva dinámica. El reconocimiento del trauma histórico puede ser un elemento importante y central. La posibilidad de elaborar la historia y el pasado, define el horizonte del futuro y del presente.  Y este no fue el caso.



¿Cuál es el motor profundo de sus electores?

Tres grupos distintos votaron por él.  El primero, más o menos el 20 %, era muy consciente de su elección histórica.  Son gentes que salen a la calle para reclamar una invervención militar y que justifican la dictadura, arguyendo que ella era menos violenta que el período actual, lo que es completamente falso, pues la violencia de Estado era completamente invisible.  El segundo grupo lo componen los anti-izquierdistas, que están dispuesto a aceptar cualquier cosa con tal de golpear a los «rojos». Se quedaron metidos en una mentalidad de guerra fría. No siempre se vive en el presente, dice Freud. El tercer grupo lo constituyen personas que querían una ruptura con respectoa la política precedente.  Y como no había alternativa a la izquierda, la derecha se lo absorbió todo. Sumando las voces de estos tres grupos se obtiene una mayoría. No olvidemos finalmente que el atentado contra Bolsonaro jugó un rol fundamental. De acá en adelante todo le está permitido puesto que es él la víctima de la violencia. Este nuevo régimen es post-traumático.  Hace cinco años se le prometía a los brasileños que iban a ser la primera economía mundial. Y lo que se tiene es un país con una economía en caída libre y cuyo expresidente está en prisión. En una tal situación, había dos posibilidades. Ya sea que la soberanía del Estado regrese al pueblo, que se vuelva entonces el agente de su propia transformación.  Ya sea que el pueblo entregue la soberanía a una figura de poder central un poco mágica, que se mezcla el desencanto y la rabia. Brasil optó por lo segundo.



Entrevista hecha por MICHEL ELTCHANINOFF

Jefe de redacción de Philosophie Magazine


Tr. Luis Alfonso Paláu, Envigado, diciembre 3 de 2018.

 nº 125 diciembre de 2018



Crise humanitaire/Yémen

La vergonzosa Guerra

Mis en ligne le 28/11/2018 | Mis à jour le 28/11/2018

Según la ONU, Yemen conoce hoy «la peor crisis humanitaria en el mundo».  Or elle ne date pas d’hier… Este silencio que irradia podría explicarse por el concepto de «desrealización» forjado por Judith Butler, que por su medio llega a interrogarse sobre quienes son los buenos muertos, y por tanto cuál es la buena guerra.


Como consecuencia del conflicto que arrasa Yémen desde 2015, las Naciones unidas consideran que 21 millones de personas (sobre una población total de alrededor de 28 millones) tienen hoy una necesidad urgente de ayuda humanitaria.  7 millones estarían al borde de la hambruna, y más de un millón estarían enfermos de cólera. Por su lado, la Unicef estima que un niño muere cada diez minutos de enfermedad.  Cifras alarmantes, aterradoras. Sin embargo, hasta la publicación por parte del New York Times, a finales de octubre, de un largo reportaje sobre el conflicto, con una fotografía en la primera página de una niñita esquelética muriendo de hambre, no se hablaba de Yémen.  ¿Cómo comprender el asunto?

Dos dificultades reaparecen a menudo en boca de los grandes reporteros y de los politólogos especialistas en la región; a) lo que se juega en la guerra de Yémen no es algo evidente de explicar, y b) es difícil entrar el país para reportar sus informaciones y sus imágenes.  Laurent Bonnefoy, investigador en el CNRS, en su libro Le Yémen. De l’Arabie heureuse à la guerre (Fayard, 2017), habla de la «tecnicidad» del conflicto que opone a los rebeldes houthistes chiitas del norte, sostenidos al margen por Irán, y el régimen yemenita apoyado por una coalición sunnita conducida por Arabia Saudita y los Emiratos árabes unidos.  Agnès Levallois, consultora especialista en el Medioriente evoca, a comienzos de noviembre en las ondas de France 24 un verdadero «hueco negro de la información», consecuencia directa del bloqueo aéreo y marítimo impuesto por Arabia Saudita y sus aliados en el lugar, que explica en gran medida la extrema precariedad que golpea a los civiles.  Los investigadores añaden que la molestia frente al hecho de que Francia le venda armas a Arabia Saudita constituye por lo demás otra razón para que ignoremos semi-voluntariamente el conflicto.

Con la constatación de esta ausencia de imágenes y de testimonios sobre los yemenitas, nos topamos con lo que Judith Butler, en Vida precaria, el Poder del Duelo y la Violencia (2005, Barcelona: Paidós, 2007), llama la «desrealización» del sujeto.  Encontrando su fuente en la manera cómo se habla del él y, sobre todo, como no se habla de él, «en las omisiones del discurso mismo», esta desrealización del «Otro», de lo desconocido, del que está completamente lejos de nosotros, que hace que su vida no pueda ser aprehendido como viviente.  Que por consiguiente el Otro «no esté ni muerto ni viviente sino interminablemente espectral».  En un sentido muerto pues no lo vemos, pero él nos atormenta después de todo.  Butler desarrolla este motivo colocando ante todo adelante el desajuste edificante entre la solemnidad y la potencia del duelo, del que se beneficiaron las víctimas del 11-Septiembre y el ocultamiento de los muertos afganos o irakíes.  «¿Qué vida se juzga digna de ser vivida, qué muerte de ser llorada?», se interroga ella, preguntando en otra parte a propósito de los millares de palestino matados al mismo tiempo por el ejército israelí: «¿Tienen ellos nombres y rostros, historias personales, una familia, pasatiempos favoritos, consignas que los hagan vivir?».

A este título, es notable que una de las razones por las que repentinamente nos hemos puesto a hablar de Yémen ha sido la viva emoción suscitada por el asesinato a comienzos de octubre del periodista saudí Jamal Khashoggi en el consulado de Arabia Saudita en Estambul.  Él sí tenía claramente un nombre y un rostro; trabajaba para un periódico estadounidense e intervenía regularmente en los plató de tv. anglosajones. La posibilidad del duelo existe por una cierta configuración social que ha dotado a esta vida de valor. Ahora bien, subraya además la Butler, «sin la posibilidad del duelo, no hay vida o, más bien, hay algo que vive que es otra cosa que una vida».  El asesinato de este hombre que estaba bien vivo suscitó una atención renovada por las vicisitudes del régimen saudí, que comprende los crímenes de guerra en Yémen.  Fotografiar y nombrar a la pequeña Amal Hussein, fue en este sentido comenzar a darles vidas espectrales y a instaurar una posibilidad del duelo.

Traducción de Luis Alfonso Paláu, Envigado, diciembre 3 de 2018.

Tomado de: Philosophie Magazine  nº 125 diciembre de 2018 Brésil/Politique


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El hombre es un lobo para el hombre

«El hombre es un lobo para el hombre»


Crónica de FRANÇOIS MOREL
Comediante en el teatro y el cine, cantante.  Mantiene una crónica en France Inter los viernes por la mañana de 7 a 9.  Publica este mes Jamais la même chose (Denoël/France Inter)

Inmediatamente el representante del sindicato de los lobos desautorizó a Hobbes, Thomas de nombre de pila y filósofo por profesión.  «Deseamos por medio de la presente protestar airadamente contra las afirmaciones que Ud. ha tenido a bien pronunciar y que hemos conocido publicadas en su obra titulada el Leviatán.  [El lobo tiene muchas actividades, especialmente físicas, deportivas, cinegéticas, pero no forzosamente está muy al tanto de la actualidad filosófica más reciente].  No queremos en ningún caso ser asimilados a los hombres.  Esta comparación es infamante. No estamos locos. Nunca se nos ocurriría la idea de comernos entre nosotros.  Lo conminamos —prosiguió el lobo chistoso— desde Noruega a que retire inmediatamente esas palabras que enlodan penosamente nuestra reputación».
El señor Hobbes quedó aburrido.  «I am sacramente annoyed», se pronunció el filósofo ligeramente bilingüe en los bordes.  Trató de explicarle al lobo que aquello era una imagen, una manera de hablar, que no forzosamente había que tomar sus palabras al pie de la letra, que estaba enervado, que él había picolado, que había visto a Michel Onfray por la tele, que estaba viejo, que no había querido decir eso, que sus palabras habían sido mal interpretadas, que no tenía nada contra los lobos, que por lo demás la mayor parte de sus sobrinos eran lobatos.
El representante de la CGL (Confederación general de los lobos) en un segundo correo no se amilanó.  «Señor Hobbes, si Ud. continua perjudicando el honor de los lobos, nos veremos obligados a llevar este asunto ante los tribunales».
Gruesas gotas de sudor corrieron por la frente del señor Hobbes que trató de defenderse lo mejor posible.  Se alentó con las dos manos, y tomó su teléfono para llamar al lobo, secretario general de la CGO: «Ud. se equivoca al tomar mis palabras.  Lo que simplemente quise decir fue que el hombre es su más peligroso enemigo. Se hace la guerra. Destruye su planeta, Es su propio depredador.  ¿Comprende?».
El Secretario general no dijo ni mú.  El lobo, generalmente, cuando no aulla a la muerte, es taciturno.
Colgando el teléfono, el Señor Hobbes, que no era un filósofo cualquiera, encontró que esta historia se tornaba ridícula…  «Ya estoy muerto desde 1679. Los lobos pueden hacerse los malignos; no están dotados de palabra. Esta historia es “porte nawak”.»
Finalmente, el lobo se reveló poco ducho en pleitos.  Dejó caer el asunto. Y se dio cuenta además que Hobbes no había sido el único en usar el adagio; Plauto, Plinio el viejo, Erasmo, Montaigne…  Todos, a su manera, habían declinado la frase. «Si hay que pelearse con toda la mafia de los filósofos, pensó el lobo, no voy a terminar…».
«Además, con sus derechos de autor de grandes filósofos reconocidos, ellos van a pagarse una voz cantante de la barra de abogados…  si eso ocurre, ellos tiene al famoso abogado penalista Dupond-Moretti…».
El lobo partió a distraerse yendo a comer un corderito regordete cuyas últimas palabras, bastante abscónditas, arriesgan con no pasar a la posteridad:  «El lobo es un hombre para el lobo».

Tomado de:
 Philosophie Magazine
nº 125 diciembre de 2018
Mis en ligne le 28/11/2018 | Mis à jour le 28/11/2018


Traducción de Luis Alfonso Paláu, diciembre 3 de 2018.


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