Historiador
colombia Krítica
Hoy nos asiste la curiosidad histórica por un crimen, por su actor y por la escena en donde sucedió. Los datos que suministraremos pertenecen al libro que da el título a éste escrito, y cuyo autor, Francisco de Paula Muñoz, fue un cronista del tiempo en que sucedieron los hechos. Confesamos al eventual lector, la motivación que provocaron las presentes líneas. Nos movió más la curiosidad, que los análisis secos y aburridos que solemos hacer los historiadores, y por ello, precisamos, que la coincidencia del apellido Escovar (sic), del criminal frío, Daniel, de 20 años, con la del capo extinto de nuestro tiempo, Pablo Escobar Gaviria, no viene por el seguimiento de las vanidosas genealogías, sino por el hecho de que uno de los libros (con cuidadosas anotaciones de su puño y letra) le fue encontrado al capo abatido, fue precisamente el que estamos refiriendo. He allí, nuestra motivación ociosa del crimen, vigente y más fervoroso en nuestro tiempo.
El horrendo crimen, sucedió muy a la madrugada de un martes 2 de diciembre del año 1873. Un vecino del lugar Aguacatal (Envigado) y de la familia Escobar (seguiremos la ortografía de hoy), se percata de un quiebre de la rutina que suelen llevar una sociedad parroquiana. La mañana ha avanzado en sus horas y las puertas de aquel hogar, aún no se abren. La alarma crece por unos gemidos, escuchados muy de madrugada, y no tenidos en cuenta, pensando que eran algún lamento por una enfermedad leve, de esas que cualquiera suele tener sin amenazar grave peligro. Éste parroquiano, Manuel, se acerca a la vivienda para constatar alguna anormalidad, escucha que desde el interior de la vivienda, salen unos lloriqueos de infantes y algo de sangre se ve.
Los curiosos crecen a granel, y pronto las autoridades fueron alertadas. Forzando la puerta, entran. Tres niños hay sobrevivientes. Uno de ellos, un menor de un año, es hallado intacto debajo de la cuna. Otro «mulatico» mayor seis meses que aquel, había perdido mucha sangre a causa de una herida en la parte posterior de la cabeza, estaba junto, muy junto, al cadáver de su madre; fue difícil separarlo. El mayor de 4 años, con una contusión en el brazo izquierdo, estaba muy allá, en el rincón de una pieza. Otros, seis adultos, yacen extendidos sobre gran charca de sangre. Todos muertos están.
Ha de entenderse que toda la aldea, todos los moradores, muy conmovidos estuvieron, por el feroz crimen asestado a seis miembros de una misma familia. Se sacude no sólo la paz de ultratumba de los verdeados campos, sino los supuestos altos valores morales y de grandeza de raza, de los que se ufanaba la sociedad antioqueña. Toda ésta conmoción social, en la práctica, se vuelve una presión, que reclama explicación a las instituciones que administran la moral y la justicia, principalmente, ésta última. La justicia obrará, en su papel de fabricar los castigos ejemplares para contener futuros malhechores, desafiantes del orden y de las «sanas costumbres».
Viene entonces un largo juicio para dar con los culpables, en el cual la sociedad se dividió, entre los que toman partido por la tesis de que la obra es de un demente (Los Loquistas) y quienes sólo dicen que el crimen fue calculado por persona cuerda (antiloquistas). Las evidencias, encontrarán un gran sospechoso, frío, que ríe en los juicios cuando se le imputan cargos, como orgulloso del crimen, desafiante y arrogante ante la justicia.
Toda esta tensión jurídica y social, tuvo su desenlace: el crimen fue cometido por un miembro de la familia, primo de una de las víctimas. El enemigo estaba en casa, en su propio lecho. Su motivación fue el robo. Hecho que el mismo Daniel reconoció y defendió como de única autoría suya, «honra exclusiva del crimen», que nadie más había participado como se creyó, una especie de honor asesino. Esto fue lo que reconoció: que durmió con Sinforiano en la misma cama; que se levantó, tomó el hacha y mató en el orden siguiente: primero a Sinforiano, y luego a Melitón, Virginia, doña Juana, Teresa, finalmente a Marucha. Su propósito: llevarse el dinero y las alhajas. (Ahorraremos escenas que pueden rayar con el morbo… en éste corto escrito.)
Este «hachero asesino», sonriente, sin remordimientos ni quiebres morales, usador del hacha como principal instrumento para propiciar muerte, que horrorizaba a la sociedad con tan sólo escuchar su nombre, recibió gran condena. Otros, de más bajo perfil, de machetes y garrotes, recibirían también su escarmiento legal. Condenas que no doblegaron, en tanto no hubo arrepentimiento en su fuero interno, más bien, como se dijo líneas arriba, lo que hubo fue una especie de reivindicación del feroz crimen. En su confesión final, justifica su accionar por el sólo robo, lo demás son simples medios para lograr un fin: tener dinero y joyas, por encima del ser, del ser de los otros.
Aunque tal conclusión va en contravía de la sentencia del cronista, que de seguro, con el afán de limpiar el pecado paisa, que enlutó, horrorizó y develó la fuerza por el tener sobre el ser de unos muchos parroquianos, justificó en la página 368: “el crimen ha sido, es y será siempre de todos los climas, de todas las zonas, de todas las regiones y de todos los países, mientras el hombre sea hombre; es decir, mientras lo asedien las tentaciones, lo azucen los apetitos, lo impulsen las necesidades, lo extravíen las pasiones y lo dominen los instintos”.
Coincidimos sí, en que la sanción realmente no surte mayor o ningún efecto en el criminal, ladrón o malhechor. El escarnio público, ora sea la horca, ora la cárcel, ora la condena, ora el suplicio, hoy las escuelas de tortura, son más bien escenas de un espectáculo, como en “Vigilar y Castigar”, en donde los actores afianzan su papel, y los espectadores se solidarizan o compadecen según sea el carácter y pelambre del criminal. Finalmente, Colombia, para decir un país, ejemplifica la conclusión, en sus cárceles se perfecciona el crimen, de allí se delinque lo inimaginable. Pablo Escobar Gaviria, literalmente fritó en aceite y en una inmensa paila a los Galeano, antes sus compinches. Hoy, constantemente los presos son movidos a otras cárceles del territorio nacional, o en extremo, son extraditados a EE.UU., como forma de entorpecerles sus estructuras mafiosas. Demostración de inutilidad.
Esta curiosidad, que luego se tornó, prácticamente, en un intento por develar un modelo de sociedad que simula «sanas costumbres», con «el hacha que mis mayores dejaron por herencia», antes querida porque con sus acentos resuena, en tala de bosques y en la deforestación, luego, vimos con el hachero asesino, usada para asestar golpes a sus víctimas. Modelo que hoy, usted o yo, inocentemente y exonerados de culpas, podemos estar perpetuando.
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