El sexo es aburrido

Michel Foucault

Las declaraciones del filósofo constituyen una especie de introducción a su 'Historia de la sexualidad'

Hubert Dreyfus
Paul Rabinow
27 JUN 1984


La inesperada muerte del filósofo francés Michel Foucault, acaecida anteayer a los 58 años de edad y en un momento de total madurez y nuevos desarrollos de su pensamiento, ha conmovido los círculos intelectuales del mundo entero. Junto con la información sobre estas repercusiones, publicamos a continuación la última entrevista concedida por el filósofo, aparecida en el semanario francés Le Nouvel Observateur, en su número del pasado día 1 de este mismo mes, así como una serie de artículos sobre su figura, vida y obra.

A Michel Foucault no le gustaban las entrevistas, y esta última, concedida a dos estudiantes norteamericanos, constituye una especie de introducción a los volúmenes segundo y tercero de su Historia de la sexualidad -Le souci de soi (La preocupación por sí mismo) y L'usage des plaisirs (El uso de los placeres)- recientemente aparecidos en Francia. El filósofo prohibió en principio que la entrevista apareciese en su propio país, y sólo su carácter de avance editorial pudo permitir su publicación. Preocupado por la genealogía de los saberes, el filósofo comprobaba, en estos dos nuevos volúmenes, que la cultura humana, en principio, se ha preocupado más por los problemas del yo que por el sexo, que para él era aburrido, y que la ética organizaba la vida humana en función de la estética, más que de las religiones.Pregunta. El primer volumen de su obra Historia de la sexualidad se publicó en 1976, ¿sigue usted pensando que el conocimiento de la sexualidad es imprescindible para comprender lo que somos?
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Respuesta. Debo aclarar que me interesan mucho más los problemas relacionados con las técnicas del yo que el sexo... El sexo es aburrido.



P. Parece ser que a los griegos tampoco les interesaba el sexo.

R. Sí, así es. Consideraban que no era un problema importante. De hecho, le concedían una mayor importancia a la alimentación y a los regímenes. Creo que tiene un gran interés la observancia del movimiento extremadamente lento que va desde el momento en que se pone el énfasis en la alimentación -preocupación omnipresente en Grecia- hasta aquel en que se presta atención a la sexualidad. La alimentación era mucho más importante que el sexo en los primeros tiempos del cristianismo. En las reglas monacales, el problema fundamental era la alimentación. Durante la Edad Media se produjo un lento desplazamiento. Finalmente, después del siglo XVII se impuso la sexualidad como problema esencial.

P. El tomo II de su Historia de la sexualidad, El uso de los placeres, se ocupa casi exclusivamente, del sexo.

R. En este segundo volumen me he propuesto demostrar que en el siglo IV antes de Jesucristo prevalecía un código de restricciones y prohibiciones muy semejante al que tenían presente los moralistas y médicos de los primeros tiempos del Imperio romano. Creo, sin embargo, que la forma de entregar estas prohibiciones con respecto al yo por parte de estos últimos era muy distinta. A mi entender, ello se debe a que el objetivo principal de este tipo de ética era de orden estético. En primer lugar, la ética a que nos referimos se limitaba a un problema de elección personal. En segundo lugar, estaba reservada a un sector muy reducido de la población y, por consiguiente, no podía prescribir un modelo de comportamiento para todo el mundo. Por último, la elección personal era determinada en la voluntad de vivir una existencia bella y de dejar a los demás el recuerdo de una vida honorable. No creo que este tipo de ética pueda considerarse como un intento destinado a establecer una normalización de la población.

A leer a Séneca, Plutarco y otros autores afines me pareció que se ocupaban de un gran número de problemas relacionados con el yo, la ética del yo, la tecnología del yo... A partir de ahí se me ocurrió escribir un libro compuesto por una serie de estudios independientes que se ocuparan de determinados aspectos de la antigua tecnología pagana del yo.

P. ¿Cuál es su título?

R. La experiencia de sí mismo. Esta obra, que no forma parte de la serie de libros sobre la sexualidad, se compone de diferentes escritos sobre el yo, el papel de la escritura y la lectura en su constitución, el problema de la experiencia médica del yo, etcétera.

Lo que me llama la atención es que la ética griega se preocupaba más por la conducta moral del hombre, su ética y su relación consigo mismo y con los demás, que por los problemas religiosos. ¿Qué nos sucede después de la muerte? ¿Qué son los dioses? ¿Intervienen en nuestras vidas? Todas estas preguntas tenían muy poca importancia, ya que no estaban directamente relacionadas con la ética. Ésta, por su parte, no se hallaba vinculada con un sistema legal. Así, por ejemplo, las leyes contra la mala conducta sexual eran escasas y poco constrictivas. Lo que los griegos en realidad se proponían era construir una ética que fuese una estética de la existencia.

Me pregunto si nuestro problema hoy no es, en cierta forma, similar, ya que la mayoría de nosotros hemos dejado de creer que la ética esté sustentada por la religión, y nos oponemos a que un sistema, legal intervenga en nuestra vida privada moral y personal. Los movimientos de liberación más recientes están perdiendo fuerza porque no consiguen encontrar un principio que pueda servir de base para la elaboración de una nueva ética. Necesitan una ética, pero la única que encuentran se halla sustentada por un supuesto conocimiento científico de lo que es el yo, el deseo, el inconsciente, etcétera. La similitud entre estos problemas y los que se planteaban los griegos es sorprendente.

P. ¿Cree usted que los griegos ofrecen una alternativa atrayente y plausible?

R. ¡De ninguna maneral Yo no busco una solución alternativa; no se puede resolver un problema imitando lo que hicieron otros hombres en otro tiempo. Mi intención no es reconstruir la historia de las soluciones, y éste es el motivo por el que rechazo la palabra alternativa; lo que me propongo es elaborar la genealogía de los problemas, de las problemáticas. Yo no creo que todas las soluciones sean malas, sino que todas encierran un peligro, lo que no es exactamente lo mismo. Si todas son peligrosas, tenemos siempre algo que hacer. Por consiguiente, mi postura no conduce a la apatía, sino a una militancia de la que no está excluido el pesimismo.

Pienso que la elección ético-política que debemos hacer cada día consiste en determinar cuál es el peligro principal. Considere, por ejemplo, el análisis de Robert Castel sobre la historia del movimiento antipsiquiátrico. Aunque su estudio no induce a plantear el valor incondicional de todo lo que se deriva de la antipsiquiatría, tampoco se debe llegar a la conclusión de que los manicomios eran mejores que la antipsiquiatría. Sigue habiendo buenas razones para establecer una crítica de los hospitales psiquiátricos.

P. Puede que la vida de los griegos no fuese perfecta; sin embargo, parece ofrecer una alternativa atrayente frente al eterno autoanálisis cristiano.

R. La ética griega estaba vinculada a una sociedad puramente viril, que dejaba un sitio a los esclavos y en la que las mujeres eran seres relativamente inferiores, cuya vida sexual, caso de estar casadas, debía orientarse hacia una ratificación de su estado de esposas.

P. Las mujeres estaban, pues, dominadas. Sin embargo, el amor homosexual se vivía, sin duda, mejor que ahora.

R. Esa es la impresión más extendida. El hecho de que en la cultura griega exista una abundante y enjundiosa literatura sobre el amor entre hombres jóvenes ha sido considerado por los historiadores como una prueba evidente de que los griegos gustaban de practicar este tipo de relación. Pero ello demuestra al mismo tiempo que la homosexualidad planteaba varios problemas. De no ser así, los griegos se hubiesen referido a esas relaciones con los mismos términos que utilizaban para hablar de amor heterosexual. El problema era que no podían aceptar que un joven que estaba llamado a convertirse en un ciudadano libre pudiese estar dominado y fuera utilizado como un objeto para el placer de otro. La mujer y el esclavo podían ser positivos, puesto que ello formaba parte de su naturaleza y de su estado. Reflexiones como éstas sobre el amor homosexual demuestran que los griegos no podía integrar esta práctica real en el marco de su yo social.

Ni siquiera podían imaginar que hubiese reciprocidad de placer en las relaciones entre un joven y un hombre. Si Plutarco, por ejemplo, cree que el amor de los efebos plantea problemas, ello no se debe a que considere que es contrario a la naturaleza. Su tesis es que "no puede haber reciprocidad en las relaciones físicas entre un joven y un hombre".

P. Hay un aspecto de la cultura griega al que se refiere Aristóteles y que usted omite, a pesar de que parece muy importante: la amistad. En la literatura clásica, la amistad es la que permite el reconocimiento mutuo. Aunque tradicionalmente no ha sido considerada como la más alta de las virtudes, al leer a Aristóteles y a Cicerón se tiene la impresión de que se trata, en realidad, de la más importante de todas ellas. La amistad es, en efecto, desinteresada y duradera; no se compra con facilidad, no niega la utilidad y el placer del mundo y, sin embargo, busca algo más.

R. El uso de los placeres se ocupa de la ética sexual. No es un libro sobre el amor, la amistad o la reciprocidad. No hay que olvidar que cuando Platón intenta integrar el amor de los jóvenes en la amistad se ve obligado a pasar por alto las relaciones sexuales. La amistad es recíproca, pero las relaciones sexuales no lo son: en ellas se es pasivo o activo, se es penetrado o se penetra. Estoy completamente de acuerdo con lo que dice usted acerca de la amistad, pero creo que ello confirma lo que señalábamos acerca de la ética sexual griega: si hay amistad, es difícil que existan relaciones sexuales. Una de las razones por las cuales los griegos tuvieron que elaborar una filosofía para justificar este tipo de amor es que no podían aceptar la reciprocidad física. En El banquete, Jenofonte refleja las opiniones de Sócrates al decir que en las relaciones entre un hombre y un joven es evidente que el joven no es más que el espectador del placer del hombre. Es más, para el joven resulta deshonroso sentir cualquier tipo de placer en su relación con un hombre.

Lo que me interesa descubrir es lo siguiente: ¿Somos capaces de formular una ética de los actos y de su placer que tenga en cuenta el placer del otro? ¿Es posible integrar el placer del otro en nuestro propio placer sin que sea necesario referirse a una ley, al matrimonio o a cualquier otra obligación?

P. Aunque parece que la no reciprocidad era un problema para los griegos, se tiene a la vez la impresión de que ese problema se podría haber resuelto. ¿Por qué el placer sexual había de ser masculino? ¿Por qué el placer de las mujeres y de los efebos no podía ser tomado en consideración sin que ello diera lugar a una importante alteración del sistema? ¿Quiere ello decir que no se trataba de un problema sin importancia y que si se intentaba introducir el placer del otro se venía abajo todo el sistema jerárquico y ético?

R. Eso es exactamente lo que hubiera ocurrido. La ética griega del placer está vinculada a una sociedad viril, a la falta de simetría, a la exclusión del otro, a la obsesión por la penetración, a una especie de temor a ser desposeído de la propia energía, etcétera.

P. Está bien. Admitamos que para los griegos las relaciones sexuales constituyeron, a la vez, una situación de no reciprocidad y un motivo de preocupación. Sin embargo, el placer no parecía plantearles ningún tipo de problema.

R. En El uso de los placeres he intentado demostrar, por ejemplo, que se da una tensión creciente entre el placer y la salud. Las opiniones de los médicos y el interés que prestan a los problemas relacionados con el régimen alimenticio demuestran que los motivos principales de preocupación han sido muy similares durante varios siglos. Sin embargo, la idea de que el sexo es peligroso tiene mucha mayor fuerza en si siglo II de nuestra era que en el siglo V o IV antes de Jesucristo. Creo que se puede demostrar que ya Hipócrates, en el siglo V antes de Jesucristo, consideraba que el acto sexual podía ser peligroso y que cuando se hacía el amor había que tener cuidado con los momentos, las estaciones, las circunstancias, etcétera. En los siglos I y II de nuestra era parece que para los médicos el acto sexual está ya mucho más cerca de lo patológico. Creo que la diferencia más importante reside en el hecho de que en el siglo IV antes de Jesucristo el acto sexual es actividad, mientras que para los cristianos se caracteriza por su pasividad y su naturaleza de castigo del pecado original.

P. ¿Los griegos le prestaban, pues, mayor atención a la salud que al placer?

R. Sí, así es. Son muy numerosas las obras que se ocupan de lo que los griegos debían comer para conservar la salud. Por el contrario, son muy pocas las que tratan de lo que se debe hacer cuando se tienen relaciones sexuales con otra persona. En lo que respecta a la alimentación, estudian sus relaciones con el clima y las estaciones, la humedad y sequedad de los alimentos, etcétera.

P. Por consiguiente, a pesar de lo que hayan podido creer los helenistas alemanes, la Grecia clásica no fue una edad de oro. Pese a ello, tienen, sin duda, algo que enseñarnos.

R. No creo que una época que no sea la nuestra pueda tener un valor ejemplar para nosotros. No se puede regresar al pasado. Con todo, podemos encontrar en los griegos el ejemplo de una experiencia ética que implicaba un vínculo muy sólido entre el placer y el deseo. Si la comparamos con la experiencia de la sociedad contemporánea, en la que todo el mundo -el filósofo y el psicoanalista- intenta demostrar que lo que importa ante todo y sobre todo es el deseo, podemos preguntarnos si esta ruptura no constituye un acontecimiento histórico sin relación alguna con la naturaleza humana.

P. Usted ya ha ilustrado este punto de vista en su Historia de la sexualidad, al oponer nuestra ciencia de la sexualidad al arte erótico oriental.

R. Entre los errores en los que incurrí en este libro se debe incluir lo que dije acerca de este arte erótico. Ni los griegos ni los romanos tenían un arte erótico que fuese comparable al de los chinos. Disponían de una techné tou biou en la que la economía del placer desempeñaba un papel muy importante. En este arte de la vida, la idea de que el hombre debe adquirir un dominio perfecto de sí mismo se convirtió muy pronto en la preocupación más importante. La hermenéutica cristiana del yo constituye una nueva elaboración de esta techné.

P. Después de lo que hemos dicho acerca de la reciprocidad y la obsesión, ¿qué enseñanzas podemos sacar de esta tercera alternativa?

R. Cuando se lee a Sócrates, Séneca o Plinio, por ejemplo, se descubre que los griegos y los romanos no se hacían ninguna pregunta acerca de la vida futura, de lo que sucede después de la muerte o de la existencia de Dios. No consideraban que éste fuese un problema importante. Lo que les preocupaba era ante todo qué techné debía utilizar el hombre para vivir tan bien como debería. Creo, que se produjo una importante evolución en la cultura antigua cuando esta techné tou biou, este arte de la vida, se fue convirtiendo poco a poco en una techné del yo. Supongo que un ciudadano griego del siglo V o IV antes de Cristo debía pensar que esta techné consistía en no preocuparse por la ciudad ni por los compañeros. Para Séneca, en cambio, el problema consistía en preocuparse por uno mismo.

Ya en el Alcibíades de Platón aparece esta idea: uno debe preocuparse por uno mismo, porque se tiene la misión de gobernar la ciudad. Sin embargo, la preocupación por uno mismo empieza en realidad con los epicúreos y se generaliza con Séneca, Plinio ... : cada cual debe preocuparse por sí mismo. La ética griega y grecorromana gira en torno al problema de la elección personal, de una estética de la existencia.

La idea del bios como motivo de una obra de arte estética me parece muy interesante. Me fascina también la idea de que la estética pueda constituir una sólida estructura de la existencia, con independencia de lo jurídico, de un sistema autoritario, de una estructura disciplinaria.

P. ¿Cuál era entonces la actitud de los griegos frente a la desviación?

R. De acuerdo con la ética de los griegos; lo que diferenciaba a las personas no era el hecho de que prefiriesen a las mujeres o a los muchachos o de que hicieran el amor de tal o cual forma. La diferencia fundamental residía en la cantidad, la actividad y la pasividad: ¿eres esclavo de tus deseos o eres su amo?

P. ¿Qué sucedía si una persona hacía tan a menudo el amor que su salud se resentía?

R. Eso es lo que los griegos llamaban hubris, exceso. El problema no estaba en la desviación, sino en el exceso o en la moderación.

P. ¿Qué hacían los griegos con esos individuos?

R. Los consideraban como personas de mala reputación.

P. ¿No intentaban curarlos, corregir su comportamiento?

R. Existían ejercicios cuyo fin era conseguir que la persona se hiciera dueña de sí misma. Según Epícteto, el hombre debía ser capaz de contemplar una bella mujer o un joven hermoso sin sentir ningún deseo por ella o por él. En este sentido, era necesario tener un dominio absoluto de uno mismo.

En la sociedad griega la austeridad sexual constituía una corriente de pensamiento, un movimiento filosófico que emanaba de las personas cultas, deseosas de imprimir a su existencia una mayor belleza e intensidad. En cierta medida, se puede decir que en el siglo XX ha ocurrido algo similar: se ha producido un intento de liberación con respecto a toda la represión sexual que impone la sociedad o que se ha acumulado en la infancia. En Grecia, Gide hubiera sido un filósofo austero.

P. Los griegos creían que la austeridad era un medio para hacer que su vida fuera bella; nosotros, en cambio, intentamos realizarnos individualmente porque así lo prescribe la ciencia psicológica.

R. En efecto, entre las invenciones culturales de la humanidad existe un cúmulo de medios, técnicas, ideas, procedimientos, etcétera, que no se puede reactivar, pero que, al menos, conforma -o puede ayudar a conformar- un punto de vista que sirve como instrumento para analizar lo que está sucediendo en el mundo presente y para cambiarlo. No tenemos que elegir entre nuestro mundo y el mundo de los griegos. Pero, dado que nos permite comprender que algunos principios fundamentales de nuestra ética estuvieran vinculados en un determinado momento a una estética de la existencia, pienso que este tipo de análisis histórico puede sernos muy útil. Durante varios siglos hemos estado convencidos de que existían relaciones analizables entre nuestra ética, nuestra ética personal y nuestra vida cotidiana, por un lado, y las grandes estructuras políticas, sociales y económicas, por otro. Hemos pensado, por ejemplo, que para cambiar nuestra vida sexual o familiar era imprescindible alterar por completo nuestra economía, nuestra democracia, etcétera. Pienso que debemos deshacemos de la idea de que existe un vínculo analítico o necesario entre la ética y las estructuras sociales, económicas o políticas; con esto no quiero decir que no existan relaciones entre éstas y aquélla. De cualquier modo, se trata de relaciones variables.

P. Ahora que sabemos que sólo existe un vínculo histórico, y no una relación necesaria, entre la ética y las otras estructuras, ¿qué tipo de ética podemos construir?

R. Me llama la atención el hecho de que en nuestra sociedad el arte se haya convertido en algo que atañe a los objetos y no a la vida ni a los individuos. El arte es una especialidad que está reservada a los expertos, a los artistas. ¿Por qué un hombre cualquiera no puede hacer de su vida una obra de arte? ¿Por qué una determinada lámpara o una casa pueden ser obras de arte y no puede serlo mi vida?

P. Pero si el hombre debe crearse a sí mismo, sin recurrir al conocimiento o a unas reglas universales, ¿en qué difiere su punto de vista del sostenido por el existencialismo de Sartre?

R. Desde el punto de vista teórico, parece que Sartre, por medio de la noción moral de autenticidad, vuelve a la idea de que debemos ser nosotros mismos: ser de verdad nuestro verdadero yo. Sin embargo, la consecuencia práctica de lo que dice Sartre nos lleva a relacionar su pensamiento teórico con la práctica de la creatividad, y no con la de la autenticidad. Creo que de la idea de que el yo no nos es dado solo se puede extraer una consecuencia práctica: debemos constituirnos, fabricarnos, ordenamos como una obra de arte. Es interesante advertir que en sus análisis de Baudelaire o de Flaubert, Sartre sostiene que el trabajo de creación depende de una determinada relación consigo mismo -del autor consigo mismo-, que puede revestir la forma tanto de la autenticidad como de la falta de autenticidad. Me pregunto si no se puede sostener exactamente lo contrario: en lugar de considerar que la actividad creadora de un individuo depende del tipo de relacion que mantiene consigo mismo, es posible vincular el tipo de relación que mantiene con él mismo con una actividad creadora, que constituye el centro de su actividad ética.

P. Ello nos recuerda las observaciones de F. Nietzsche en El gay saber, cuando nos dice que debemos crear nuestra propia vida, confiriéndole un estilo por medio de una larga práctica y de un trabajo cotidiano.

R. Sí. Podemos sentimos mucho más próximos de Nieztsche que de Sartre.

P. Los dos libros que siguen al volumen I de su Historia de la sexualidad, ¿cómo se integran en su proyecto de genealogía?

R. Se pueden distinguir tres campos que interesan a la genealogía. En primer lugar, una ontología histórica de nosotros mismos en relación con la verdad, en virtud de la cual nos constituimos como sujetos de conocimiento; en segundo lugar, una ontología histórica de nosotros mismos en relación con el campo del poder, en virtud del cual nos constituimos como sujetos que actúan sobre los otros; por último, una ontología histérica de nosotros mismos en relación con la ética, en virtud de la cual nos constituimos como agentes morales.

Hay, por consiguiente, tres ejes posibles de genealogía. Los tres estaban presentes, aunque de forma algo confusa, en mi libro Histona de la locura en la época clásica. El eje de la verdad lo estudié en El nacimiento de la clínica y en El orden del discurso; la praxis del poder, en Vigilar y castigar, y la relación ética, en Historia de la sexualidad.

El marco general de este libro sobre la sexualidad es una historia de la moral. Creo que, por lo general, cuando se estudia la historia de la moral, hay que establecer una distinción entre los actos y el código moral. Los actos (las conductas) constituyen el verdadero comportamiento de las personas en relación con el código moral (las prescripciones) que se ven en la obligación de respetar. Hay que distinguir entre el código que señala qué actos están permitidos o prohibidos y el que detemina el valor positivo o negativo de los diferentes comportamientos posibles (el principio "sólo se puede hacer el amor con la propia esposa" sería, por ejemplo, un elemento de código). Hay, además otro aspecto de estas prescripciones que casi nunca aparece aislado como tal, pero que considero muy importante: el tipo de relación que tenemos con nosotros mismos, la relación con uno mismo, a la que llamo ética, y que determina la forma en la que el individuo se constituye como sujeto moral de sus propios actos.

© Gallimard, 1984 (en prensa).

* Este articulo apareció en la edición impresa del Miércoles, 27 de junio de 1984

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Fuente: El País.

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La Paz de Colombia


Por Mauricio Castaño H
Historiador
http://colombiakritica.blogspot.com/


La violencia ha sido condición humana. Las batallas y las guerras definen quien se instaura en el Poder, quien se impone sobre otro que igualmente se disputa dirigir los designios de un pueblo. Es propio de la especie humana pensar distinto a los demás, divergir, tener puntos de vistas diferentes. Nuestro cerebro es un aparato de contradicciones, una verdadera máquina de confrontaciones a diferencia de los cerebros automizados de las abejas que nacen con un programa determinado hasta que mueren,  no tienen lugar a los reparos, todo está dado de golpe y porrazo. La disputa nos define, detrás de cualquier poblado fundado se encuentra un crimen, un asesinato que lo inaugura. Pocas son las culturas que insinúan costumbres amables que no provocan adversidades, piénsese en los esquimales conocidos como seres de paz por sus espíritus tranquilos o los chinos de siempre sonreír incluso en situaciones adversas, pero pese a ello no son ajenos a la violencia que bordea al género humano.


Se afirma que la Justicia es una forma sofisticada, otros dirán civilizada, de aplicar la violencia. Detener la sed de venganza, aplicar castigo es la forma de detener mayores derrames de sangre, es un mecanismo natural de conservación de la misma especie humana, so pena de su propia extinción, su propia destrucción. En la historia se conoce la figura del chivo expiatorio, quien paga las culpas cometidas por otro, siempre se debe tener quien pague por las faltas para saciar, para detener la sed, el caudal de violencia que recorre el instinto humano. Conjurar el daño es suficiente y suple inoficiosos castigos como los encarcelamientos, se trata es de puntos finales al sufrimiento humano más que ensañarse con formas vengativas.


La historia reciente de Colombia lleva más de medio siglo chorreando sangre, un conflicto degradado como lo son todos de esta especie humana en el planeta tierra. De un bando y de otro se tiene la interminable infamia humana perfeccionada. Recordemos los asquerosos métodos de matar para producir el mayor miedo: cortes de franela o cortar las manos y meterlas en un orificio en sus propio cuerpo, mochar cabezas para exhibirlas en estacas o destinarlas como balones de fútbol; el puñal asesino que atraviesa el vientre embarazado; el ministro o presidente del país que posan en el mejor lugar con el cadáver del adversario destrozado para alimentar los diarios noticiosos.


Los botines, el poder, quien se queda con la mejor disputa es norma de esta condición humana, los grupos de poder son insaciables, aún no ha habido forma de frenar los deseos ilimitados de los hombres, entre más se tiene, más se quiere tener, tan sólo ver los dandis adinerados, siempre aparecen con sus bolsillos de nunca llenar. Y más aún con quienes viven de la industria militar, de la guerra, por eso hacen pataletas, berrinches. Son miserables esos hombres que quieren vivir de la desgracia, del dolor humano.


La vida se define por las fuerzas que contrarrestan a la muerte, por la lucha, por el combate de mantenerse siempre de pié, la ausencia de esta chispa, de este gusto por vivir equivale a la muerte (tanto la inmovilidad como el aislamiento matan). Ello también equivale a decir que El peor de los hombres es bueno, tan sólo hay que extraerle la espina clavada que lo mantiene en sufrimiento. Todo aquello que busque salidas a la desgracia humana siempre será mejor. Nadie quiere vivir en el dolor. El bienestar, el vivir en un estado de paz es preferible a vivir bajo la amenaza de muerte en la que nos somete la violencia, la guerra. La esperanza da sentido a nuestras vidas, la esperanza de tener un mundo mejor al que nos ha tocado vivir.

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 Por Gérard Chazal
 
Averiguaciones Sobre Los Mundos

Intermediarios

París: Champ Vallon, 2002
Traducido por Luis Alfonso Paláu C., Medellín, julio de 2013 – agosto de 2016

a Monsieur François Dagognet

INTRODUCCIÓN
Una de las cuestiones fundamentales a las que toda interrogación filosófica termina por conducir es probablemente la del sentido. Inmediatamente el sentido no es el objeto de una averiguación; está dado primitivamente como una evidencia inmediata. Una vez planteada la pregunta, es en un segundo tiempo cuando el filósofo se dedica a cuestionar esa evidencia como si ella velase un irritante misterio. Es solamente entonces cuando la averiguación comienza. Esta búsqueda pasa por un examen minucioso de todos los órdenes, de todas las estructuras, tanto las del universo como las que resultan de nuestras actividades más diversas. Hemos esbozado un tal examen en dos obras precedentes1. La idea vino porque no se podía reducir el sentido a una misteriosa presencia en una palabra, en un lenguaje. El sentido no se reduce al lenguaje sino que lo desborda por todas partes. Perdura en el silencio. Podemos sospechar aún su presencia en el orden mineral cuando los gritos del viviente se extinguen. Así poco a poco, en el curso de nuestras reflexiones, la noción de significación se encontró ligada a una noción mucho más general: la de forma. El sentido habita las cosas tanto como nos habita. Es la forma física que esas cosas poseen, a través de la que las captamos, o que nosotros les damos gracias a nuestra actividad in-formadora. El sentido se opone al caos como el orden al desorden, y es sólo en este sentido que el lenguaje lleva significaciones sin ser su única fuente, la manifestación privilegiada o el último refugio del sentido. Como las formas preceden y rodean el fenómeno humano, el sentido no compromete exclusivamente nuestra actividad parlante. Va hacia el hombre y viene de él, haciendo de cada individuo un foco donde se concentra y desde donde irradia. Los objetos de la naturaleza tienen en sí mismos un sentido que les capturamos o no, en la medida en que no son un puro caos sino que se organizan según leyes y en estructuras que las ciencias nos enseñan cada vez más a reconocer y a describir. Hay un orden objetivo del mundo que nos rodea y en el que evolucionamos actuando sobre él, que aprehendemos en formas que somos capaces de transformar. El sentido transita por metamorfosis. Los signos, los símbolos, el lenguaje mismo, son formas encarnadas en una materia sonora o escritural. Requerimos abandonar la extraordinaria vanidad que ha podido conducirnos a creer que el orden sólo resulta de una proyección de nuestro espíritu sobre las cosas mismas, dado que sólo podemos apropiárnoslas a través de un impulso perceptivo, un esfuerzo mental, un marco conceptual. El orden de las cosas y el de nuestro entendimiento se inter-fieren sin que por ello el uno engendre al otro. Sin embargo nos queda el poder ya bien extraordinario e inagotable de modificar entre ciertos límites, y con ciertas obligaciones, ese orden que nos es dado, ese poder de crear nuevas formas. No nos ocultamos: en nuestro proceder existe un eco de las tesis de Aristóteles; podríamos haber tenido un peor maestro. Sin embargo, no se trata de regresar pura y simplemente a Aristóteles. Entre las  intuiciones aristotélicas que construyen el concepto de causa formal y la utilización que puede ser hecha hoy de la noción de forma, existe toda la sedimentación del conocimiento de las cosas y de su dominio, la laboriosa historia de las ciencias y de las técnicas, hechas de cantidades de revisiones y de revoluciones, toda la vida de las teorías. Teorías matemáticas cada vez más poderosas y cada vez más finas, se han desarrollado permitiendo acercarse y dar cuenta de las formas y de su morfogénesis.
El esfuerzo de abstracción científica, la búsqueda constante de esquemas explicativos y eficaces ha podido conducir a algunos verdaderos olvidos de la forma, digamos del espacio y de la geometría, en provecho de una expresión formal, abstracta y
algebraica, siendo una de sus más importantes etapas la geometría analítica tal y como fue fundada por Descartes. Se ha requerido tiempo y esfuerzos para darle asidero conceptual y matemático a formas espaciales desprendidas de toda métrica2. Se ha necesitado probablemente esta escapada por fuera del espacio común para
recapturarlo mejor. Este desvío por los signos y los símbolos dotados de potentes operadores era inevitable, más sin embargo nos equivocaríamos si nos detuviéramos y nos reposáramos aquí. Como todo saber por lo demás, la filosofía soporta mal que uno se detenga y se instale en algunas certidumbres definitivas. También los avances
más recientes de las matemáticas, del estudio de los sistemas dinámicos a la geometría
fractal de Mandelbrot y a la topología, renuevan nuestra aprensión rigurosa del
espacio y de las formas que lo habitan, formas dadas en la naturaleza, formas impuestas al mundo por el despliegue de nuestra actividad. Esta sedimentación milenaria de los saberes desde la antigua física de Aristóteles, no le quita nada a la riqueza que aún procura un desvío por la lectura de las obras del Estagirita.
El retorno al concepto de forma, como sustituto o equivalente del de sentido o de significación, nos impone dos cosas. Primera, se puede releer a Aristóteles con una mirada renovada, como lo ha hecho por ejemplo un matemático como René Thom. Se trata evidentemente, y somos concientes de ello, de hacer historia de la filosofía de una manera insólita y poco respetuosa. Sin embargo, le solicitamos a los
filósofos del pasado que nos aclaren nuestro presente, incluso si a veces hacemos de ello interpretaciones un poco bruscas y audaces. Por ejemplo, la lectura de Aristóteles practicada de este modo, integrando las adquisiciones de la ciencia, conduce a privilegiar el hilemorfismo, es decir: la inmanencia de las formas a una materialidad que las limita tanto como las trabaja. La segunda, la búsqueda de sentido exige una investigación sobre las diferentes manifestaciones de la forma a través de las ciencias y de las técnicas. Es esta indagación la que hemos entablado antes en una obrita titulada Formas, figuras, realidad♥. Estamos perfectamente concientes del carácter extremadamente parcial de ese trabajo, y es por esto que experimentamos la necesidad de proseguirlo. Evidentemente existen las formas que nos están dadas puesto que descubrimos el mundo físico que nos rodea no como un montón informe de materia sino teniendo organizaciones más o menos complejas. El mineral cristaliza según geometrías simples; la planta crece siguiendo una morfogénesis a menudo provisional; el animal ejecuta un plan programado que desarrolla una estructura más compleja. Sin las formas estables, al menos unas pocas, al menos provisionalmente, todo se desvanecería en un flujo de deterioro. Por muy breve que sea nuestra vida, le es necesario a su existencia la permanencia de una forma individual que resista algunos breves años a ese flujo. Existen también las formas que les imponemos a las cosas a través de nuestra actividad creadora y fabricante. El incesante flujo que nos proveen nuestros sentidos está él mismo organizado a su vez por su fuente exterior, y por nuestra actividad neuronal. Esta actividad, como tienden a probarlo los aportes más recientes de las neurociencias, tiene ella misma una de las formas más complejas que pueda encontrarse, la de nuestra materia cerebral.


De nuestro primer trabajo emergían cuatro consecuencias. El trabajo que sigue es una de ellas. Primero, toda forma está dada en una materia. Aristóteles ya lo había afirmado rotundamente. No existe real y actualmente ninguna materia prima o fundamental desprovista de forma, a no ser en los mitos de génesis que se abren sobre el caos primitivo. Recíprocamente, la forma es siempre la de una materia que ha sido trabajada. Toda cosa nace de esta recíproca presencia. La materia y la forma actúan la una sobre la otra, se constriñen mutuamente, y no se puede pensar que cualquier parte de materialidad puede tomar cualquier forma, como tampoco cualquier forma puede encarnarse en cualquier materia. Toda morfogénesis se lleva a cabo con libertad vigilada. Existen leyes que rigen esas relaciones de la forma con la materia, que la ciencia debe poco a poco develar y formular lo más rigurosamente posible. La necesidad de esas leyes puede revelarse más o menos rígida según los sectores de realidad; fallas de azar se abren aquí o allá; hay plasticidades que permiten variantes y variaciones. No solamente de ello resulta la infinita diversidad de las formas naturales sino también la evolución permanente del viviente. En el hombre, esas fallas, esos márgenes de indeterminación han alcanzado el punto que le permite a la inteligencia sustituir al instinto, a la adquisición cultural perfeccionar la herencia genética. No dejaremos de estar atentos a estos desvíos, para no llamarlos aberturas, puesto que ahí están los espacios de elección y de la parte de libertad humana, y el único fundamento posible de una perspectiva ética.


Segundo, siguiendo la bella analogía del sello y de la cera propuesta por Aristóteles, algunas formas pueden migrar y ser transferidas de una materia a otra, siguiendo procedimientos y poniendo en funcionamiento herramientas que respetan las leyes que acabamos de evocar. Estas migraciones que tienen que ver con evoluciones naturales cuasi mecánicas o procederes voluntarios y humanos, suponen que algunas formas poseen un poder informador, que existe una dinámica de las formas. Es así como las especies vivientes desenvuelven en individuos, de generación en generación, su programa genético. Así es como el trabajador elabora los bienes de los que tenemos necesidad por astucia y por violencia sobre la materia. Y así mismo ocurre con el artista que da nacimiento a formas plásticas o musicales capaces de entrar en resonancia con las formas íntimas de nuestra sensibilidad. No queremos evocar algunas misteriosas potencias inmateriales, algunas fuerzas subterráneas que
operan en las cosas y los seres, sino que desearíamos develar las posibilidades de una tal transferencia y sus mecanismos. Importa para el filósofo –¿será la filosofía otra cosa?– comprender cómo el hombre, que es una forma individual y específica, se muestra capaz de crear nuevas formas. Una tarea entre otras es la de saber cómo el
cerebro representa físicamente el mundo tal como la percepción nos lo entrega, y cómo esta representación conduce los individuos humanos a una actividad coordinada y adaptada al medio. En este dominio, el filósofo deberá hacer el esfuerzo de ponerse a la escucha de los aportes del estudio de los sistemas dinámicos, o además, de aquellos que las neurociencias proveen.
 

Tercero, y para concretarnos más precisamente en el objeto de este
trabajo, la noción de forma convoca otra noción que el vocabulario de la informática ha antepuesto: se trata de la noción de interfaz. El término designa en informática todo dispositivo, logicial <programa> o material, que asegura la transferencia de la información de una parte del sistema a otra parte, o de un sistema a otro. Es en particular por el sesgo de módulos electrónicos calificados de interfaces que la unidad central de un computador entra en contacto con diferentes periféricos. Se trata también de los módulos logiciales que aseguran la comunicación entre un utilizador humano y una máquina. 
Fundamentalmente lo que transita por una interfaz es información. Nuestro propósito es generalizar esta noción a todo lo que asegura la comunicación in-formadora, la migración de las formas. Somos conscientes de que en esta generalización estamos abriendo un campo de investigación inmenso. La primera interfaz que usamos, la más inmediata, es biológica, y culturalmente nuestros sentidos abiertos al exterior, nuestra piel. Biológicamente pues es a través de ellos, y a través de ella, que entramos en contacto con el mundo exterior, y sacamos de él las informaciones esenciales para nuestra sobrevivencia; del mismo modo que es en la superficie de nuestro organismo donde se pueden leer las manifestaciones de la vida interna. La piel es el lugar más importante de la excitación y de la reacción, de los intercambios intensos no solamente de energía sino también de información, entre el organismo y su medio. Culturalmente, puesto que en todo tiempo y en todo lugar los hombres han utilizado su apariencia para comunicarse, la piel y los decorados que ella puede soportar, tanto como los vestidos y los accesorios. Los adornos de todo tipo, las pinturas corporales, los tatuajes, las escarificaciones, deberán pues en un primer momento atraer nuestra atención. A la vez límite o borde, lugar de paso de lo externo hacia lo interno y recíprocamente, la piel como frontera posee de manera paradigmática las características de una interfaz natural trabajada por la cultura. Sin embargo, el ser humano multiplicó las mediaciones para informar al mundo tanto como para informarse de ese mundo. Aprender, comprender y transformar, es preciso asumir el destino. Vamos pues a estudiar todos los dispositivos técnicos puestos en funcionamiento en el trabajo industrial, tanto como artesanal, en las técnicas, en las artes, en la vida económica y social. No es suficiente con reconocer que las cosas nos han sido dadas a través de estructuras y de formas; no siempre es suficiente con descubrir y tratar de comprender el dinamismo de ciertas formas, su poder de transformación. ¿Cómo una forma puede engendrar otra parecida o nueva? Aristóteles respondía parcialmente a esta pregunta por la analogía del sello y la impronta que acabamos de evocar. El sello lleva una imagen en relieve y puede, por un simple contacto apoyado sobre la cera, transmitir esa imagen sin perder nada de ella. Así la forma pasa del bronce a la cera. Es esta analogía la que querríamos desarrollar; desearíamos hacerla salir del marco de la imagen literaria, darle una textura científica, o si hay en esto demasiada pretensión, integrarla en una perspectiva filosófica.

Por ejemplo, en torno a estas nociones de formas y de interfaces se anudan las cuestiones de la comunicación interhumana, y de la formación de una intersubjetividad. Sólo somos seres sociales por y a través de los artificios y los artefactos. Porque al mismo tiempo pertenecemos y no pertenecemos al mundo natural, la interfaz es una necesidad. Ella es necesaria a la supervivencia de la especie que, contrariamente a las especies animales, no puede nunca coincidir plenamente ni con su medio ni consigo mismo. Nuestra presencia a las cosas y a los otros nunca es inmediata ni directa; tenemos siempre necesidad de intermediarios. No vivimos hundidos en nuestro medio sino que debemos volvernos dueños de él; a la vez distinguirlo como otra cosa y hacerlo nuestro, plegarlo a nuestro uso. Sin esto seríamos rápidamente aplastados. De la misma manera tampoco podemos vivir solos; la especie humana es desde los orígenes una especie gregaria. Estas comunidades se elaboran sobre relaciones complejas entre los individuos, pero esas relaciones no pueden tampoco sostenerse en la pura presencia del otro. Todavía ahí se revelan como necesarios numerosos intermediarios a través de los cuales se elaboran los lazos sociales. Ciertamente que abordamos acá el problema de los mensajes que no cesamos de intercambiar con nuestros semejantes. Por eso la interrogación sobre el signo, el símbolo y el lenguaje. Incluso si nos hemos negado a reducir el sentido al lenguaje, podemos todavía aclarar su uso desde un punto de vista que consiste en considerarlo como una interfaz típicamente humana, constituida en los márgenes de la naturaleza y de la cultura, de lo espontáneo y de lo elaborado, de lo innato y de lo adquirido. Sin embargo, tener en cuenta la constitución de las comunidades humanas conduce a muchas otras cosas. El extraordinario desarrollo de los instrumentos de comunicación, el acortamiento de las distancias, la constitución de un universo virtual, están en el primer rango de las preocupaciones inducidas por estas cuestiones.


Los mensajes que habían escapado a la evanescencia fijándose para ello en la escritura sobre piedra y papel, han encontrado nuevos soportes que los aligeran y trastruecan su transmisión o su conservación. Por lo demás pondremos cuidado en no olvidar otras interfaces: la propiedad y la moneda (Aristóteles, antes de Proudhon y Marx, había analizado ya sus funciones), el arte en todas sus formas y el derecho.


Es pues una investigación sobre estos intermediarios la que vamos a
emprender. Incluso si el único punto en común de esos intermediarios sea el hecho de que aseguren enlaces que le permiten a las formas transitar y a los todos constituirse; su generalidad como su omnipresencia hace que merezcan que uno se detenga en ellos, y que uno busque quizás bajo su diversidad alguna naturaleza en común. 


Hemos tratado pues de reagrupar bajo el término interfaces hechos múltiples y diversos que van desde nuestro cuerpo instrumentalizado y representado hasta las máquinas de todo tipo, pasando por los signos, los símbolos y las herramientas. La interfaz es lo que se desliza entre dos elementos para conectarlos, ponerlos en relación, hacerlos interactuar y modificarlos profundamente integrándolos en un todo al que ellos se someten. Este término que nos viene del universo técnico en el que designa todo dispositivo que permita el intercambio de información entre dos sistemas, estará pues en el corazón de esta reflexión.


1 G. Chazal. Formas, figuras, realidad. tr. Luis Alfonso Paláu, Medellín: junio – octubre de 2011; y las Redes del sentido, de la informática a las neurociencias, Seyssel: Champ Vallon, 2000.


2. Uno puede reportarse a la obra de Gilles-Gaston Granger. El Pensamiento del espacio. París: Odile
Jacob, 1999.


♥ < G. Chazal (1997). Formas, figuras, realidad. Traducido por Luis Alfonso Paláu C., Medellín,
junio – octubre de 2011>

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