Por Mauricio Castaño H
Historiador
Colombiakrítica


Caminar por las vías públicas de Medellín es una odisea. Se pasa por allí de prisa  esquivando mendigos, indigentes, drogadictos, toldillos, carretas y toda clase de ventas informales en cada cuadra que con decenas de megáfonos martillan, bombardean con estribillos de venga mamita, acérquese papi, que buscas, aproveche la oferta.  Y pone un toque más colorido, los altavoces potentes de los almacenes con otro tanto de anuncios amenizados con sonsonetes reguetoneros de perrea mami, perrea mami, en castizo se traduce putea, entroniza al turismo sexual afamado de la ciudad. Es una verdadera guerra de la bullaranga. Para completar el concierto del ruido, se le une los ruidos y pitidos de carros, motos, motores afanados en la estrechez de estas cuatro calles. Nada de Medellín la más inteligente, en sus manos no hay prodigio de herramientas a mostrar, sólo se ven megáfonos y bocas anodinas. Todo es caos en esta economía formal, informal y criminal (o ilegal).


Desde luego que la formalidad, informalidad, la ilegalidad contribuyen en gran medida a configurar el territorio en una especie de tierra de nadie, de sálvese quien pueda en esta selva de cemento, todos van arañando la vida de una subsistencia dura y empeñada donde para muchos comer es un milagro. La pobreza, la iniquidad en Medellín y Antioquia es mayor que en el resto del país, incluso de América Latina según la medición del coeficiente de Gini. Un consuelo, quizá de idiotas, nos queda: el mundo cada vez gira hacia ese abismo de la pobreza: el mundo será del reino de los pobres, parafraseando el pasaje bíblico que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos. Pero esos reinos ya están en la tierra. La pobreza desborda y acorrala todo lo demás.


Acá un pensar desprevenido de esa violencia cruda en la que es sumida la pobreza, esa economía de la subsistencia, en fin, el mundo en el que vivimos que tiene sus límites. El mundo de la razón en su expresión del mundo del trabajo es dominado o mezclado en alto porcentaje por la violencia cruda de nuestra naturaleza animal, la obediencia no es ilimitada, todo límite está para ser desbordado, la desobediencia en estas tierras de nadie suele ser lo más común, el pan de cada día: en las calles céntricas de la ciudad o de sus barrios aledaños las motos, por ejemplo, van en contravía, no respetan los semáforos, los transeúntes tienen que estar a cuatro ojos para no ser atropellados, ese es parte del infierno que estamos viviendo. 


En sí el mundo de la razón está subordinado a la naturaleza de la violencia desnuda, cruda, todo es agitación, todos como corriendo tras la presa para tener algo que echar en la boca. El no matarás, el no cometerás adulterio así como el castigo que sobreviene, nos causa risa, es una extravagancia para ese vivir descarnado, para esa violencia cruda y desenfrenada en el que se sumerge esta ciudad en su ir y venir. Se me viene a la cabeza la película titulada La Mujer del Animal de Víctor Gaviria, allí se refleja esa violencia cruda del hombre animal hacia su hembra que la quiere dominar, domar, someter en un ciento por ciento sádico, es decir, el placer más allá de la mera producción en la que está sometido el esclavo obrero. Esto y aquello aligera la muerte.


Eso que horroriza al hombre, la muerte, pareciera atraer con una fuerza despiadada a estos seres que somos de esta tierra de nadie… no matarás, la prohibición de la violencia, el freno inconsciente del matar, está en remojo, está de vacaciones… estar de prisa, ir de afán, ir siempre a las carreras, es huir de la muerte que nos acecha en cada esquina con su matón de barrio, en cada cruce de calle con los infractores motorizados. Estos personajes pero ya matones, fueron novelados en la Virgen de los Sicarios de Fernando Vallejo.  Toda prohibición es susceptible de ser transgredida. La subsistencia es una amenaza de muerte, y en su proximidad se da licencia para la destrucción, para abrirse paso con el lenguaje de la violencia. 


Es el cauce de la naturaleza prodigiosa y destructiva. La vida es gasto, es desperdicio de energía, se muere para dar nacimiento a otras vidas, la metamorfosis lo dice bien. Estar motorizado incrementa la fuerza, la potencia del riesgo, adelante, seguir siempre adelante y entre más veloz, mucho mejor, el riesgo satisface la adrenalina. Viene a bien recordar lo mitológico que nos constituye: los dioses tejen desgracias para ser vividas y luego ser contadas por los hombres. La literatura es la continuación de lo religioso por otros medios. El sacrificio, el sufrimiento de sus personajes son su materia prima. Los héroes tienen suficientes recursos morales para asumir los riesgos y los peligros. La supervivencia es una prórroga de la muerte que a todos sobreviene. Es una especie de sadismo en el que la soberanía de la afirmación se sustenta en la negación, todo límite está para excederse.


Una pregunta surge ante este panorama desolado de esa especie de negación de la vida, ¿qué sociedad, qué territorio ha diseñado la dirigencia regional y nacional? Por qué la solidaridad es ajena así como el gusto por un territorio que es esquivo y sobre todo adverso. Sólo se ve allí la confección de la destrucción, la subsistencia, la miseria que destruye la vida, se detiene. El vagabundo, el miserable es la negación del capitalismo, se es improductivo y se vive con lo mínimo. Diógenes Laercio y San Francisco de Asís eligieron la pobreza, otros dirán el sentido común, el bienestar común, vivir con lo necesario sin tener que quitar el pan al hambriento.

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